Cuando el sacerdote “se contempla en la Hostia” no puede menos que reflexionar que ha sido tomado de entre los hombres, separado, consagrado para convertirse él mismo en el rostro de Cristo y prolongar así la imagen del Verbo que pasó por la tierra haciendo el bien[1], liberando las almas del pecado y quedándose con los hombres en cada sagrario y en cada copón para alimentarlos en su peregrinar hacia el encuentro definitivo en la eternidad.
En aquel reflejo silencioso se descubre la mirada tierna del Padre a través de su Hijo que observa atentamente al sacerdote, a su sacerdote.
Es en aquel reflejo silencioso que ambos corazones pueden latir juntos al unísono del Sagrado Corazón divino que lo ha hecho partícipe de su mismo y eterno sacerdocio.
Cada vez que elevo la custodia para dar la bendición soy consciente de que junto con ella es el mismo Dios quien quiere elevar a los hombres hacia las cumbres más altas de la santidad. Cada reflejo silencioso es un llamado nuevo a una asimilación más profunda de la imagen divina, de las virtudes de Cristo, de su humanidad vivida por amor a las almas, de vivir mi sacerdocio muriendo, de vivir una vida inmolada, de vivir con el alma entregada y de abrazarse en aquel inagotable amor divino que brota del llagado corazón de Cristo, expandiéndose ininterrumpidamente por el mundo entero.
¡Dichosa custodia!, ¡reliquia misteriosa en que el Verbo sacramentado se adora!; pero más dichoso aún el sacerdote, “hostia y víctima con Cristo y Cristo mismo al consagrar tan sublime manjar celestial”; bienaventurado el sacerdote que contempla y se contempla, que bendice y es bendecido, que ama y es amado.
Aquel reflejo silencioso es una invitación perenne a ser cordero, a dejarse gastar y desgastar por las almas, a padecer en el silencio, a ser elevado también en el espíritu sobre la cruz, aquella que atrae a todos hacia Él[2], el varón de dolores[3] y Señor de los Señores[4].
En el reflejo silencioso de la custodia el sacerdote comprende la invitación de este Rey de Reyes a transformar su misma alma en diáfano cristal que permita a los demás contemplar su divina misericordia, su entrega silenciosa y su constante llamado a acompañarlo.
No se critique al sacerdote cuando por su indigna y débil condición, colmado de gratitud, la emoción le arrebate lágrimas de los ojos, pues hasta Jesucristo las derramó; no se admiren de que tiemble entre sus manos la custodia cuando su fragilidad pugne con la grandeza de aquel que encierra; no se impacienten si el sacerdote se queda absorto en un suspiro, ya que para suspirar por el cielo hemos venido, a convertirnos en cristal y puente entre Dios y los hombres. Ese cristal, que no es otra cosa que la santidad, se forja con sufrimientos, se lava con lágrimas, se limpia con paciencia y reluce con alegría.
A mis hermanos en el sacerdocio que tienen junto conmigo la gracia hermosa de elevar la santa Víctima hacia el Padre por todas aquellas almas encomendadas a nuestro ministerio y admirar cada día con un corazón enteramente agradecido aquel maravilloso reflejo silencioso.
[1] Hch 10,38
[2] Cf. Jn 12,32
[3] Is 53,3
[4] 1 Tim 6,15