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¡Cuidado Religiosos!

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La agitación en la que voluntariamente se ha sumergido nuestro mundo de hoy es una de las señales más claras de que algo no anda bien. El ser humano puede ser trabajador, pero la laboriosidad no tiene que quitarle la humanidad. El frenesí en el que viven tantos hombres de nuestros días nos habla de algo que no marcha por buena senda, de una parte de nosotros que se ha desequilibrado.

El religioso de nuestros días, hijo como todo hombre de su tiempo, tiene que lidiar con este movimiento vertiginoso que atenta contra el mismo ser de su consagración. Hoy es el ruido constante de aparatos electrónicos, de actividades apostólicas, y de lazos innecesarios lo que lo aleja en muchas ocasiones de lo que el Señor en el Evangelio llamó “lo verdaderamente importante”.

Sin embargo, aunque el hombre se haya llenado de nuevas ocupaciones importantes o no, Dios no ha cambiado. Él se mantiene inalterable, siendo todavía hoy el Dios que habla desde el silencio. De tal manera que en sus elecciones diarias todo religioso debe enfrentarse a una que es medular para todas las otras, o Dios o el torbellino de nada.

El Cardenal Robert Sarah, un apóstol de las verdades esenciales, en su magnífico libro “La fuerza del silencio” dice que « El silencio no es una ausencia; al contrario: se trata de la manifestación de una presencia, la presencia más intensa que existe. El descrédito que la sociedad moderna atribuye al silencio es el síntoma de una enfermedad grave e inquietante. En esta vida lo verdaderamente importante ocurre en silencio. La sangre corre por nuestras venas sin hacer ruido, y solo en el silencio somos capaces de escuchar los latidos del corazón»[1]. Y más adelante dirá: « El claustro materializa la fuga mundi, la huida del mundo para encontrar la soledad y el silencio. Representa el fin del tumulto, de la luz artificial, de las tristes drogas que son el ruido y la codicia de poseer cada vez más bienes, para mirar al cielo. El hombre que entra en un monasterio busca el silencio para encontrar a Dios»[2]; cosa que evidentemente se aplica a todo tipo de religioso, no sólo a los monjes.

Son estas verdades las que nos tienen que llevar a vivir manteniendo encendida la luz de alerta, pues el ambiente en el que como religiosos debemos estar insertos atacará lo esencial de nuestra consagración, que es el ser “lo hombres de Dios”. Cuidemos este don sagrado del “retiro o silencio religioso”, pues es el medio que nos conduce a Dios. No olvidemos que el fin de nuestra consagración es encontrar a Dios.

Es por todo esto que concluimos esta breve reflexión con un consejo tomado de aquel libro generador de santos llamado “Imitación de Cristo”: «Busca tiempos aptos para examinarte y piensa con frecuencia en los beneficios de Dios. Deja las curiosidades. Medita aquellos temas que te den compunción más que ocupación. Hallarás tiempo suficiente y oportuno para dedicarte a buenas meditaciones si te apartas de las charlas superfluas, de las pérdidas de tiempo, y del oír novedades y murmuraciones. Los santos evitaban en lo posible estar entre la gente y elegían servir a Dios en secreto»[3].

 

 

[1] Robert Sarah, La fuerza del silencio, Palabra, Madrid 2017, pág. 30.

[2] Idem, pág. 81.

[3] Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, San Pablo, Buenos Aires 2007, pág. 49.

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