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El Sacerdote y el Espíritu Santo

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Primera Misa del P. Gilberto Galdino Oliveira

El Sacerdote y el Espíritu Santo

 

«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, |

renuévame por dentro con espíritu firme.

No me arrojes lejos de tu rostro, |

no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación, |

afiánzame con espíritu generoso»

 (Sl 50,12-14)

 

Introducción

Querido P. Gilberto, veinte días antes de tu ordenación sacerdotal, más precisamente el 9 de Junio, día del Apóstol de Brasil –nuestro celestial patrono– la Iglesia celebró a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad con la Solemnidad de Pentecostés. Hoy, en tu Ia Santa Misa quisiera que todos volvamos espiritualmente al Cenáculo porque allí adelantó Jesucristo su sacrificio de la cruz y ordenó sacerdotes a los Apóstoles dándoles el poder de transubstanciar el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre; en el Cenáculo el Espíritu Santo descendió sobre cada uno de ellos como en lenguas de fuego[1]; y fue también en el Cenáculo que la Iglesia surgió. Allí, en ese lugar nació la Eucaristía, el Sacerdocio y la Iglesia! Hoy de alguna manera ese hecho se repite, revive, o mejor dicho se actualiza en la persona del P. Gilberto. Es por esto que con el corazón transbordante de gozo y alegría hoy quiero tratar sobre el Sacerdote y el Espíritu Santo porque también por voluntad divina –que todo lo dispone “con peso, número y medida”[2]– Gilberto es el primer sacerdote de “Espíritu Santo”, el primer capixaba (sacerdote) del Verbo Encarnado.

 

  1. Sacerdote del Espíritu

 

Qui diceris Paraclitus,                    Tú eres nuestro Consolador,

Altissimi donum Dei,                      Don de Dios Altísimo,

Fons vivus, ignis, caritas                fuente viva, fuego, caridad

et spiritalis unctio.                    y espiritual unción.

 

«Con estas palabras la Iglesia invoca al Espíritu Santo como spiritalis unctio, espiritual unción. Por medio de la unción del Espíritu en el seno inmaculado de María, el Padre ha consagrado a Cristo como sumo y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, el cual ha querido compartir su sacerdocio con nosotros, llamándonos a ser su prolongación en la historia para la salvación de los hermanos»[3]. Por esto tambén «en la ordenación presbiteral, el sacerdote ha recibido el sello del Espíritu Santo, que ha hecho de él un hombre signado por el carácter sacramental para ser, para siempre, ministro de Cristo y de la Iglesia. Asegurado por la promesa de que el Consolador permanecerá con él para siempre[4], el sacerdote sabe que nunca perderá la presencia ni el poder eficaz del Espíritu Santo, para poder ejercitar su ministerio y vivir la caridad pastoral como don total de sí mismo para la salvación de los propios hermanos (...)

[Es mas] Mediante el carácter sacramental, e identificando su intención con la de la Iglesia, el sacerdote está siempre en comunión con el Espíritu Santo en la celebración de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía y de los demás sacramentos. En cada sacramento, es Cristo, en efecto, quien actúa a favor de la Iglesia, por medio del Espíritu Santo, que ha sido invocado con el poder eficaz del sacerdote, que celebra in persona Christi»[5].

Así como “la vocación y la misión recibidas el día de la ordenación sacerdotal, marcan al sacerdote permanentemente”[6] también siempre deberás recordar el momento litúrgico tan sugestivo de la postración en el suelo el día de tu ordenación presbiteral. «Ese gesto de profunda humildad y de sumisa apertura fue profundamente oportuno para predisponer nuestro ánimo a la imposición sacramental de las manos, por medio de la cual el Espíritu Santo entró en nosotros para llevar a cabo su obra. Después de habernos incorporado, nos arrodillamos delante del Obispo para ser ordenados presbíteros y después recibimos de él la unción de las manos para la celebración del Santo Sacrificio, mientras la asamblea cantaba: “agua viva, fuego, amor, santo ungüento del alma”.

Estos gestos simbólicos, que indican la presencia y la acción del Espíritu Santo, nos invitan a consolidar en nosotros sus dones, reviviendo cada día aquella experiencia. En efecto, es importante que Él continúe actuando en nosotros y que nosotros caminemos bajo su influjo. Más aún, que sea Él mismo quien actúe a través de nosotros. Cuando acecha la tentación y decaen las fuerzas humanas es el momento de invocar con más ardor al Espíritu para que venga en ayuda de nuestra debilidad y nos permita ser prudentes y fuertes como Dios quiere»[7].

Querido P. Gilberto, «El sacerdocio católico es eminentemente interior ya que es el sacerdocio propio de los ministros de la Nueva Alianza (2Cor 3, 6), la cual es principalmente interior ya que es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Ro 5, 5). Por eso el sacerdocio católico es un misterio que sólo puede ser conocido a la luz de la fe sobrenatural, que Dios da a quien quiere, análogamente a lo que enseña San Juan: ...que no de la sangre,

ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad del varón, sino de Dios son nacidos (1, 13). De allí, que sólo puede descubrirse con una actitud profundamente contemplativa, con una contemplación hecha vida, y

con el estudio de la teología hecha contemplación»[8].

  1. Sacerdote del ‘Fuego’ del altar

Afirma San Juan Pablo II «La Eucaristía y el Orden son frutos del mismo Espíritu: “Al igual que en la Santa Misa el Espíritu Santo es el autor de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, así en el sacramento del Orden es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal” (Don y Misterio, p. 59)»[9]. De ahí que el Santo Sacrificio ofrecido una vez por todas en el Calvario «es confiado a los Apóstoles, en virtud del Espíritu Santo, como el Santísimo Sacramento de la Iglesia (y) para impetrar la intervención misteriosa del Espíritu, la Iglesia, antes de las palabras de la consagración, implora: “Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios” (Plegaria Eucarística III). En efecto, sin la potencia del Espíritu divino, ¿cómo podrían unos labios humanos hacer que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor hasta el fin de los tiempos? Solamente por el poder del Espíritu divino puede la Iglesia confesar incesantemente el gran misterio de la fe: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven Señor Jesús!”»[10].

Es más, dice el P. Buela: «Así como había fuego en el altar del Antiguo Testamento, hay fuego en nuestros altares, con la diferencia de que es un fuego infinitamente superior al fuego material del Antiguo Testamento; incluso en la Sagrada Escritura, ya en el Nuevo Testamento, en el libro del Apocalipsis se nos dice que el ángel tomó el incensario y lo llenó “de fuego del altar”, ignis altaris (Ap 8, 5). ¿Cuál es ese fuego del altar en el Nuevo Testamento? Ese fuego del altar en el Nuevo Testamento es el Espíritu Santo. En rigor, toda la Misa es obra del Espíritu Santo, pero hay dos momentos particulares y principales de la Misa en los cuales, de manera especial, se invoca al Espíritu Santo»[11]. «¡Él es el que hace que cada Misa sea única! Así como el Espíritu Santo es el “alma de la Iglesia”, así el Espíritu Santo es el alma de la Liturgia, es el alma de la Misa.

En este sentido, toda Misa, absolutamente toda Misa celebrada válidamente, es una manifestación imperceptible, pero realísima del Espíritu Santo, quien de manera imprescindible obra en las acciones litúrgicas. Esto es así porque teológicamente es así: no es una expresión piadosa que decimos para edificar a los fieles o para edificarnos a nosotros mismos. La presencia de Jesucristo va unida a la presencia del Espíritu Santo, la acción de Jesucristo va unida a la acción del Espíritu Santo; de tal modo que la presencia de Cristo se da por obra del Espíritu Santo; dicho de otra manera, el Espíritu Santo obra para manifestar a Cristo: donde está Cristo está el Espíritu Santo. Decía un gran Santo Padre, San Ireneo: “El Espíritu manifiesta al Verbo, pero el Verbo comunica al Espíritu”[12], y San Bernardo: “Nosotros tenemos una doble prueba de nuestra salvación: la doble efusión de la Sangre y del Espíritu. Ningún valor tendría la una sin el otro: no me favorecería, por tanto, el hecho de que Cristo haya muerto por mí, si no me vivificara con su Espíritu[13]»[14].

  1. Sacerdote del ‘Celo’

Como «nuestro sacerdocio está íntimamente unido al Espíritu Santo y a su misión… en virtud de una singular efusión del Paráclito (...). Este don del Espíritu, con su misteriosa fuerza santificadora, es –también–fuente y raíz de la especial tarea de evangelización y santificación que se nos ha confiado»[15]. Por esto nos exhorta el P. Buela: «Lo que se necesita es que los ministros del altar sean hombres llenos del Espíritu Santo, hombres de fuego, como decía San Luis María Grignion de Montfort, que no sean membranas del Espíritu, sino transparentes que dejan percibir su presencia y su acción.

El sacerdote carnal y el mundano no deja transparentar el Espíritu Santo porque no lo ve, ni lo conoce, ni lo ama. Por eso, hemos de pedir, de manera especial para todos los sacerdotes, que realmente

nunca dejemos de percibir que hay fuego en nuestros altares –¡y en nuestras almas!–»[16].

            De ahí que «se dice que: “Hay muchos y hay pocos sacerdotes; muchos de nombre, pero pocos por sus obras”[17], y agrega San Alfonso: “El mundo está lleno de sacerdotes, pero son contados los que se esfuerzan por ser sacerdotes de verdad, es decir, por satisfacer el oficio y la dignidad del sacerdote, que es salvar las almas”[18]. Pocos se esfuerzan por salvar almas: “la obra más divina entre las divinas es la obra de la salvación de las almas”[19]. Jeremías los llama pescadores y cazadores[20]. San Clemente dice: “Después de Dios, es el Dios de la tierra”[21], puesto que por medio de los sacerdotes se forman los santos aquí abajo. “Sin sacerdotes, no habría santos en la tierra”[22], dice San Ignacio de Antioquía, mártir. 

«En cuanto a los medios que se han de emplear para ganar almas para el Señor, he aquí lo que sobre todo hay que hacer:

- Ante todo hay que atender a la propia santificación. El medio principal para convertir a las almas de los pecadores es la santidad del sacerdote. Dice San Euquerio que los sacerdotes, con las fuerzas que les da la santidad, son quienes sostienen el mundo. Y Santo Tomás: “El sacerdote, como mediador, está encargado de unir pacíficamente a los hombres con Dios”[23]. Decía San Felipe Neri: «Dadme diez sacerdotes animados del Espíritu de Dios, y yo respondo de la conversión del mundo entero». ¡Qué no hizo en Oriente San Francisco Javier! Dicen que él solo convirtió miles de infieles. ¡Qué no hizo en Europa San Patricio o San Vicente Ferrer! Más almas convertirá a Dios un sacerdote medianamente instruido, pero que ama mucho a Dios, que cien sacerdotes de gran sabiduría, pero poco fervorosos. Por eso Juan Pablo II en su primera carta a los sacerdotes (Jueves Santo de 1979) les decía: “estar al día (aggiornados) es ser santos”[24].

- En segundo lugar, para recoger gran cosecha de almas hay que dedicarse mucho a la oración, porque en esta se han de recibir de Dios las luces y los sentimientos fervorosos, para poderlos después comunicar a los demás: Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz del día (Mt 10, 27)»[25].

Conclusión

En definitiva, querido P. Gilberto todo se resume en dos palabras: ‘fidelidad’, pues dice el Apóstol: “Ahora bien, lo que se exige de los administradores es que sean fieles” (1Co 4,2) y ‘docilidad’ al Espíritu Santo. Nos cuenta el P. Fuentes sobre Marcelo J. Morsella: «En uno de sus compañeros quedó grabado el modo en que leyó un libro de Antonio Royo Marín sobre el Espíritu Santo (El Gran Desconocido) que citaba a menudo; especialmente después de leer el capítulo dedicado a la fidelidad al Espíritu Santo, solía decir: “en el Cielo se nos mostrarán todas las infidelidades a la gracia y vamos a temblar”[26]»[27]. No nos cabe duda entonces de que él buscó ser fiel al Divino Espíritu y vivió anticipadamente -como es nuestra opinón- lo que nos pide nuestro derecho propio. «Sólo en la más absoluta fidelidad al Espíritu Santo»[28] se producirá lo que se produjo en Marcelito, como nos cuenta su biógrafo: «Desde lo sobrenatural, Marcelo es un ejemplo de la suavidad con que la gracia perfecciona y eleva la naturaleza. En la vida de Marcelo no encontramos, como en algunos santos, hechos prodigiosos, milagros o acontecimientos inexplicables. Si los hubo no los conocemos todavía. Pero encontramos la esencia de la acción sobrenatural: cuando Dios actúa sobre un hombre y este es dócil, la gracia produce una extraordinaria maduración de la naturaleza haciéndola florecer y prorrumpir en frutos estupendos»[29].

Ahora bien para ser fieles al Espíritu Santo «necesitamos que la Santísima Virgen sea el modelo, la guía, la forma de todos nuestros actos»[30] y así poder confiar total e absolutamente[31] en Él. Por esto escribía el Capitán Triunfante: «“Solamente le pido a mi Madre, la Virgen María que me dé la virtud de la confianza en Dios y que lo que veo de las personas no me disminuya la fe ni distorsione la imagen que debo tener de Dios, porque Dios es siempre el mismo, los que cambiamos somos los hombres”[32]»[33]. En este sentido «el sacerdote está llamado a confrontar constantemente su fiat con el de María, dejándose, como Ella, conducir por el Espíritu. Acompañado por María, el sacerdote sabrá renovar cada día su consagración hasta que, bajo la guía del mismo Espíritu, invocado confiadamente durante el itinerario humano y sacerdotal, entre en el océano de luz de la Trinidad»[34] decía San Juan Pablo II.

Que Nossa Senhora da Penha, Esposa del Espíritu Santo y Madre de los sacerdotes te alcance la gracia de ser siempre ‘Sacerdote del Espíritu’, ‘del Fuego del Altar’ y del “Celo” devorador.

 

 

 

[1] Cf. Hch 2,3 “Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos”.

[2] Cf. Sb 11,20 “Pero tú todo lo has dispuesto con peso, número y medida”.

[3] San Juan Pablo Magno, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1998, n 2.

[4] Cf. Jn 14, 16-17.

[5] Congregación para el clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 8.10.

[6] Buela, C. M., Sacerdotes para Siempre (New York – 2011) pp. 77-78.

[7] San Juan Pablo Magno, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1998, n 7.

[8] Buela, C. M., Sacerdotes para Siempre (New York – 2011) p. 472.

[9] Ídem.

[10] San Juan Pablo Magno, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1998, n 2.

[11] Buela, C. M., Sacerdotes para Siempre (New York – 2011) p. 651 «Esos momentos se llaman litúrgicamente “epíclesis”, que es una palabra griega que quiere decir “invocación sobre”; se invoca al Espíritu Santo sobre el pan y el vino para que se transformen en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús y se invoca al Espíritu Santo sobre el pueblo para que participe plenamente del Santo Sacrificio, para que sea colmado de bienes y de bendiciones».

[12] La consumación apostólica, 5, Patrología Orientalis 22, 663; cit. M. Achille Triacca, «Espíritu Santo y Liturgia» Liturgia XI (1981) 47, 56.

[13] Epist. 107, 9; PL 182, 247a.

[14] Buela, C. M., Sacerdotes para Siempre (New York – 2011) p. 652-653.

[15] San Juan Pablo Magno, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1998.

[16] Buela, C. M., Sacerdotes para Siempre (New York – 2011) p. 652-655-656.

[17] Hom. in Mt, 43. Citado in Obras ascéticas, t. II, (Madrid 1954) 141ss.

[18] Decía el P. Leonardo Castellani: «En realidad en la Argentina faltan unos doscientos cincuenta sacerdotes, pero sobran unos quinientos...», El Evangelio de Jesucristo (Buenos Aires 1976) 273-4.

[19] Pseudo Dionisio Areopagita, De cael. Hierarch., c. 3.

[20] Cfr. Jr 16, 16.

[21] Const. Apos., l. 2, c. 2.

[22] Epis. Ad Trull.

[23] Santo Tomás de Aquino, S. Th., 3, 26, a1.

[24] Cf. «Carta del Papa a los sacerdotes», L´Osservatore Romano 15 (1979) 186.

[25] Buela, C. M., Sacerdotes para Siempre (New York – 2011) p. 526-257.

[26] Testimonio oral del Padre Rubén Quisver; 10 de junio de 1997.

[27] Fuentes, M. A., Soy capitán triunfante de mi estrella, (San Rafale-2011 A 25 años del fallecimiento de Marcelo Edición corregida y aumentada) p. 39.

[28] Constituciones, 18.

[29] Fuentes, M. A., Soy capitán triunfante de mi estrella, (San Rafale-2011 A 25 años del fallecimiento de Marcelo Edición corregida y aumentada) p. 129.

[30] Constituciones, 19.

[31] Cf. Constituciones, 19.

[32] Morsella, Marcelo, Soliloquio (manuscrito), 1983.

[33] Fuentes, M. A., Soy capitán triunfante de mi estrella, (San Rafale-2011 A 25 años del fallecimiento de Marcelo Edición corregida y aumentada) p. 38.

[34] San Juan Pablo Magno, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1998, n 7.

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