Celebramos ya en este día la Misa de la Vigilia de los Príncipes de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo. Son ellos las cabezas de la Iglesia, las columnas. De hecho su nombre de príncipes significa eso: gente de principios, los primeros y también los principales.
El Evangelio de este día nos daba en la figura de San Pedro la clave de interpretación de estas dos vidas entregadas absolutamente en todo al servicio del Señor Jesús.
La triple pregunta de Cristo sobre el amor de Pedro encuentra una segura y humilde respuesta. Ya no es la respuesta segura y soberbia del Pedro de antes de la Pasión. Sino una respuesta firme, pero humilde. Como quien dice: “te amo, y quiero servirte en todo y hasta el final, aunque tengo bien en claro lo débil que soy.
Es el amor lo que nos permitirá entender a estos hombres. Ellos se han convertido en estrellas refulgentes para la Iglesia, cosa que brota de un amor ardiente a su Maestro. Así los que tan diferentes se mostraron en su vida se vieron unidos por un común amor. Pedro era de cuna humilde, de la despreciada Galilea, ciudad de incultos. Pablo era de buen pasar, de la esplendente Tarso, cuna de la cultura en su zona. Pedro estuvo con el Mesías el tiempo de su vida en la tierra, Pablo lo conoció sólo por la predicación de Esteban y Ananías. Pedro fue en su primera época un hombre impulsivo pero falluto, Pablo siempre buscó servir a Dios, aun cuando perseguía a los seguidores de Jesucristo. Pero, más allá de tantas diferencias, el común amor a Cristo los constituyó en jefes de la naciente Iglesia: uno en cuanto cabeza de la misma, otro en cuanto instrumento elegido por Dios para llevar la buena nueva a los gentiles.
Tanto se habla de amor en nuestros días a la vez que ese amor brilla por su real ausencia. Pedro entendió lo que significaba amar a alguien, y amó con todas sus fuerzas. Pablo, el hombre que no sabía de otra cosa que de amores apasionados al encontrar el amor de Dios permitió que ese amor lo desgarrase.
Tuvieron un amor auténtico, ese amor del que no se habla, sino que simplemente se lo vive. Ese amor que crea fuerzas para afrontar lo que venga, sin importar qué sea. Ese amor al que viéndolo de lejos se le teme, pues te hará sufrir necesariamente.
Basta mirar por arriba un poco sus vidas. Fueron hombres perseguidos, despreciados por su amor. Y ellos, en vez de acobardarse y dejar a su amado, más se fortalecían de día en día. A tal punto llegó ese amor que Pedro luego de ser azotado salía contento de haber sido hallado digno de sufrir algo por Cristo, y Pablo, no encontraba más gloria que en sus sufrimientos, en ser tenido, como él mismo decía, como desecho del mundo.
No podemos menos que admirarnos de amores tan apasionados. Amores verdaderos. Amores sin placeres. Amores de desgarramiento, ya que todo lo dieron por Cristo, todo: su fama, su salud, sus familias, su patria, su integridad física.
No cabía en sus cabezas otra cosa que el llegar a Cristo, poseerlo por la eternidad. Y corrían detrás de Él aun cuando Él aparentemente los hacía sufrir. Fueron hombres íntegros, sin doblez, enamorados, celosos de su Dios. A cada paso perdían algo, pero ellos se alegraban porque sabían que el premio del que todo lo deja por Cristo es la misma eternidad.
Un día Pedro arreglaba las redes de pesca en su barca, y lo invitaron a dejarlo todo por el Señor al que tanto el pueblo había esperado. Pedro no dudó. Pedro lo dejó todo por Cristo. Como se dice, quemó su barca para no tener ni siquiera la tentación de mirar atrás.
Pablo era un celoso de la gloria de Dios, y por ese celo galopaba hacia Damasco. Pero no se esperaba que Aquel a quien iba persiguiendo terminara capturándolo a Él. Cristo lo llamó, y él no se hizo rogar. Todo lo dejó Pablo por Cristo.
Son estos hombres ejemplos preclaros para aquellos que están en edad de elegir qué camino tomar. Pues no esperaron un segundo, vieron que era lo mejor y corrieron detrás de eso en una carrera que les duró toda la vida.
Son tan grandes sus ejemplos que hasta aparece la tentación de decir: “así se amaba antes”. Pero es una tentación, porque así también se debe amar ahora. Cristo sigue invitando. Él llama a cada corazón. Y a la mayoría los llama a un seguimiento total, como el de Pedro y Pablo, el problema es que la mayoría no sabe amar, y por ello tampoco sabe responder al Señor.
Hay tantos chicos y chicas que se preguntan una y otra vez por la vocación, creyendo que siendo algo muy sagrado tienen que tener una segura confirmación de ella. Pero no es así. La pregunta a la vocación en realidad es la siguiente: ¿cuánto estás dispuesto a dar por Cristo? Si tu amor es como el de Pedro y Pablo lo darás todo, y correrás detrás de Él aun cuando tengas que sufrir mucho por eso. Las almas grandes no se acobardarán ante tal invitación, y con sed de Dios, como los príncipes de los Apóstoles, lo dejarán todo, quemarán sus barcas y su ser, y vivirán una gran aventura que les durará toda la vida. Esa aventura se llama amor.
La Virgen María, quien se complacía viendo la creciente entrega que los Apóstoles hacían a Cristo pueda también complacerse de nuestra entrega. Dios quiera y ella interceda para que sea total.