Solemnidad de todos los Santos[1]
El punto de partida: desear ser santos
“Di a la comunidad de los hijos de Israel: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lv 19,2)
Introducción
Dicha conmemoración de todos los bienaventurados que para siempre gozan de Dios nos interpela a tener ¡una esperanza firme, confiante y audaz de que la santidad es posible y para todos! ¡Hombres y mujeres, niños y ancianos, laicos y consagrados, en fin, para todos! Y por tanto para nosotros también. ¿Si ellos pudieron por qué nosotros no? En realidad «la llamada a la santidad es algo perteneciente al Evangelio: Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial (Mt 5, 48); [y por tanto, no es exclusivo de los religiosos], pues “todos los fieles deben esforzarse, según su propia condición, por llevar una vida santa, así como por incrementar la Iglesia y promover su continua santificación”[2]»[3]. Por este motivo, hoy quiero tratar sobre el deseo de santidad que tuvieron todos los santos, segundo en lo que consiste la santidad y finalmente del deseo que nosotros debemos tener de alcanzarla. Porque como dice nuestro Directorio de Vida Consagrada: «No se exige, [por tanto] que el religioso sea santo, pero sí que aspire seriamente, con una voluntad verdaderamente dispuesta a alcanzar la santidad. "Quien abrace el estado religioso no está obligado a poseer una caridad perfecta, sino a aspirar a ella y trabajar por alcanzarla"[4]. El fin es lo que da forma a lo que se realiza»[5]. Como decía Santa Teresa de Jesús [debemos tener] «una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella (la santidad), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmure, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo...»[6].
1) El deseo que tuvieron todos los santos[7]
Una vez la hermana religiosa de Santo Tomás le escribió preguntándole qué cosas eran necesarias para llegar a la santidad. El santo de Aquino era ya un teólogo reconocido y, probablemente, su hermana esperaría una especie de pequeño tratado sobre la perfección –hay libros que surgieron como respuesta a una pregunta por el estilo–, pero él no le respondió con un tratado, tampoco con algunas páginas, ni siquiera con una frase, solo escribió una palabra: “¡querer!”.
“¡¡Quiero ser santo!!” Es lo que han dicho/pensado/escrito/rezado las almas que en todos los tiempos han llegado a la perfección. Siendo la santidad un llamado de Dios (el segundo llamado, luego del llamado a la vida), sólo se llega a ella respondiendo libremente a ese clamor divino; por eso es absolutísimamente imposible alcanzarla sin quererlo de verdad y con todas las fuerzas.
Tomás de Cory fue un franciscano que, luego de ser maestro de novicios, vio que en su orden se abría una rama más contemplativa. En 1684 pidió permiso y llamó a la puerta del convento con una carta personal de presentación, clara y escueta; rezumaba humildad: “Soy fray Tomás de Cori y vengo para hacerme santo”. Ahora lo llamamos, justamente por eso, “santo” Tomás de Cori[8].
En abril del 2003 San Juan Pablo II beatificó a María Cristina Brando (1856-1906), fundadora de la Congregación de las Hermanas Víctimas Expiadoras de Jesús Sacramentado, religiosa napolitana que desde su infancia repetía: “Tengo que ser santa, quiero ser santa”.
El domingo 5 de septiembre de 2004, el mismo pontífice canonizaba al médico y sacerdote catalán Pere Tarrés i Claret, apóstol de los enfermos y de los más pobres, y en la homilía decía: “Se consagró con generosa intrepidez a las tareas del ministerio, permaneciendo fiel al compromiso asumido en vísperas de la ordenación: «Un solo propósito, Señor: sacerdote santo, cueste lo que cueste»”.
“¡Quiero ser Santo!” Escribe Nando Frigeiro, joven italiano, al finalizar los Ejercicios, que han de ser los últimos de su corta, pero rica vida (vivió 23 años y murió en olor de santidad).
Con 23 años y movido por la llamada de Dios, San Gerardo Mayela pide al P. Cáfaro, misionero redentorista en su pueblo, que lo lleve con ellos. Pero no fue tan fácil… su madre lo encerró en su habitación para que no se marchase. ¿Quedarse allí con tal deseo?… Escapó por la ventana ayudado con unas sábanas y dejando escrito: “No piensen en mí; voy a hacerme santo”...
[Mi preferida] Es la anécdota –por todos conocida– que cuenta que Santa Teresa «no era más que una niña cuando arrastró a su hermano Rodrigo hacia tierra de moros con la esperanza de que los “descabezasen”[9]. Los dos fugitivos fueron encontrados por un tío suyo, que los devolvió a la casa paterna. Teresa, la más joven de los dos niños, pero jefe de la expedición, responde a sus padres inquietos, que se preguntaban por el motivo de la huida: “Me he marchado porque quiero ver a Dios, y para verle hay que morirse”. Expresión de niño que revela ya su alma (...) [¡y magnum desiderium! (gran deseo)][10]. Teresa quiere ver a Dios, y, para encontrarle, caminará hacia el heroísmo y lo desconocido»[11].
Dice nuestro Directorio de Espiritualidad: «Lo que importa es dar un paso, un paso más, siempre es el mismo paso que vuelve a comenzar»[12]. Hacia dónde? ¡Verso l´alto! –gritaría Pier Giorgio Frassati– (fue su empeño vital por llegar a lo más alto) ¡hacia la santidad! ¿Y qué es la Santidad?
2) ¿Que es la santidad?
Se pregunta Royo Marin «ahora bien, ¿en qué consiste propiamente la santidad? ¿Qué significa ser santo? ¿Cuál es su constitutivo íntimo y esencial? Son varias las fórmulas en uso para contestar a estas preguntas, pero todas coinciden en lo substancial. Las principales son tres: la santidad consiste en nuestra plena configuración con Cristo, en la unión con Dios por el amor y en la perfecta conformidad con la voluntad divina»[13]. Se trata entonces de pasos, actos y etapas concretos. Se trata de una conquista que dura toda la vida por eso escribía Marcelito: «La santidad es trabajo de toda una vida»[14].
No pensemos entonces como los moralistas modernos que se trata de una “opción fundamental” en el sentido de una opción realizada de forma no consciente o subconsciente, en lo más profundo de la persona pero que no recae sobre ningún objeto particular. Esta posición, que es a sostenida por el progresismo moral-cristiano, es inadmisible y relativiza toda la vida moral[15].
El deseo por la santidad nada tiene que ver con esa concepción teológica, sin embargo «no hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe[16], por la que “el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece ‘el homenaje total de su entendimiento y voluntad’”[17]. Esta fe, que actúa por la caridad[18], proviene de lo más íntimo del hombre, de su “corazón” [19], y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras[20]»[21]. Es decir, en el entender de nuestro Padre Espiritual “opción fundamental” es el acto y actitud de la verdadera conversión. Luego, si entendemos de este modo lo que ellos llaman “opción fundamental” entonces sí análogamente podemos decir que el deseo por la santidad debe ser o es la verdadera “opción fundamental” de todo hombre y que debe reflejarse en cada acto de nuestro día a día.
¿Qué implica este deseo? Entre otras virtudes y actitudes quisiera destacar estas que son esenciales: implica humildad que significa el verdadero conocimiento de nosotros mismos, y al mismo tiempo implica magnanimidad, porque no es poca cosa “querer ver a Dios” y para verlo hay que morir, y por eso también implica fortaleza y perseverancia, pues quien persevere hasta el final se salvará dice nuestro Señor[22]. En definitiva, implica el deseo de negarse a sí mismo, cargar con la Cruz y seguir a Jesucristo[23] así lo expresa nuestro derecho propio: «Esta es la idea: sacrificarse»[24] y «en una palabra, “ni Jesús sin la Cruz, ni la Cruz sin Jesús”[25]»[26].
3) El deseo que todos nosotros debemos tener
“¡Quiero ser Santo!” fue la convicción vital, el magnum desiderium (gran deseo) de todos los que hoy están en los altares pero que también debe ser el de todo aquel que tenga la eficaz pretensión de alcanzar la eterna felicidad. Por tanto, en tercer lugar, tratemos cómo debe darse esto en nosotros.
«“¡Quiero ver a Dios!”, exclamó Teresa; no se trata de un deseo pasajero, el suspiro de un momento de fervor, es la aspiración de toda su alma, la pasión de toda su vida, que impulsa todas sus actitudes espirituales –afirma el Beato María Eugenio del Niño Jesús–»[27]. Cabe aclar que no se trata de un voluntarismo, aunque siempre será verdad lo que dice San Agustín «El que te creó sin ti no te salvará sin tí»[28] y por otro lado lo que afirma la sana Teología al que hace lo que está de su parte Dios no le niega su gracia[29]. Sería un grave error, es decir una herejía. Ya lo decía Marcelo J. Morsella el único error sería confiar en nosotros mismos, escribe el Capitán Triunfante: «“Si por mis propias fuerzas humanas fuera, yo no haría ni media cuadra. El error sería para mí confiarme de mi fortaleza, porque además sé que, por experiencia, por ese lado no va la cosa”[30]»[31].
Sin embargo, jamás debemos desanimarnos, muy por el contrario, este deseo deber ser firme a pesar de vernos tan distintos de los santos; escribía Santa Teresita a su priora: “Usted, Madre, sabe bien que yo siempre he deseado ser santa. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables”[32]. En la misma línea el beato José Allamano, Fundador de los Misioneros y de las Misioneras de la Consolata, en sus predicaciones, una y otra vez insistía en la importancia del “quiero” sincero y decidido: “Al Señor no le gusta esta poquedad de fe. Nos quiere confiados y decididos en decir: “Lo quiero”[33]. Es el “magis ignaciano”, ese buscar siempre “lo que más” a lo que el santo de Loyola nos impele en los Ejercicios Espirituales y se concretiza puntualmente en el deseo de santidad. Así lo entendió Marcelo J., «quien escribía en sus propósitos: “Con gran generosidad para dar a Dios todo lo que me pide. MÁS, SIEMPRE MÁS”»[34] y así lo debemos entender nosotros.
Por otra parte en razón de nuestra doble vocación: religiosa y sacerdotal debemos incansablemente alimentar este deseo, tal vez por este motivo en el rito de la profesión de los votos reza el Pontifical –más propiamente en la Oración de Consagración de los profesos–, «Mira ahora Padre, estos vuestros hijos que en vuestra providencia los llamaste e infúndeles el Espíritu de Santidad»[35] y también en la Oración Consecratoria (forma del sacramento) del Rito de Ordenación en su parte central: «Te pedimos, Padre Todopoderoso que instituyas a estos vuestros siervos en la dignidad de (…); renueva en sus corazones el Espíritu de santidad...»[36].
Por fin nuestro código de vida no vacila exhortándonos con graves palabras a buscar la Santidad, dice: «De modo tal que estemos firmemente resueltos a alcanzar la santidad. Un religioso que no esté dispuesto a pasar por la segunda y la tercera conversión, o que no haga nada en concreto para lograrlo, aunque esté con el cuerpo con nosotros no pertenece a nuestra familia espiritual»[37]. Y en el documento de Vida Consagrada: «Un religioso que no esté decidido a alcanzar la perfección y se esfuerce realmente a ello, es un religioso frustrado; su vida ha perdido todo sabor y entusiasmo; se le pueden aplicar con todo derecho las palabras de Nuestro Señor: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada... (Mt 5, 13)»[38].
Conclusión
Dice nuestro Directorio de Noviciado: «No puede ser novicio quien no manifieste un verdadero deseo de santidad o perfección»[39] «porque a la vida religiosa, estado de perfección, no se ingresa perfecto, sino para alcanzar la santidad»[40]. Así que «el temor de algunos de no llegar a la perfección entrando en la vida religiosa es irracional y refutado por el ejemplo de tantos otros. A estos decimos con San Agustín: “confías en ti mismo y por eso dudas. ¡Arrójate en Su seno! No temas que se aparte y caigas. Arrójate seguro; El te recibirá y te sanará”[41]»[42].
Escribía San Juan Pablo Magno: «María es signo luminoso y ejemplo preclaro de vida moral: “su vida es enseñanza para todos” –citando a san Ambrosio[43]–»[44]. Ella es Modelo y Molde de la Santidad Encarnada y por tanto nos enseña la sabiduría de la vida: salvar nuestra alma, ser santos. Ella es “Sede de la Sabiduría” y la «Sabiduría es Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios, que revela y cumple perfectamente la voluntad del Padre[45]. [Por ello] María invita a todo ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la orden dada a los sirvientes en Caná de Galilea durante el banquete de bodas: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5)»[46] que es como decir: ‘sean santos’ ya que en definitiva como decía Léon Bloy: «La única tristeza en esta vida es la de no ser santos[47]», que la Reina y Madre de todos ellos nos libre de “esa tristeza” que puede frustrar nuestra existencia terrena y por tanto nuestra eternidad. “Porque está escrito: Seréis santos, porque yo soy santo” (1Pe 1,16).
[1] El origen de esta Solemnidad se remonta a la persecución de los cristianos por el emperador Diocleciano (244-311+), hubo tantas muertes que no se podían conmemorar todas una por una ni santo por santo; tras lo cual surgió la necesidad de organizar una fiesta común que pudiera rememorar a todos. Habría de esperar hasta principios del siglo VII para que todo ello tuviera lugar. Bonifacio III fue quien consiguió del emperador Focas un edicto por el cual concedió al patriarca de Constantinopla el título de “patriarca ecuménico” y reconociendo a Roma como cabeza de todas las Iglesias, no obstante en la disputa, Bonifacio III murió (12 de noviembre del año 607) a los nueve meses de pontificado, tras lo cual el 15 de agosto del 608 fue consagrado obispo de Roma un monje benedictino originario de los Abruzos, con el nombre de Bonifacio IV.
Con motivo de su elevación al solio pontificio, recibió un presente importante: el emperador Focas le regaló el Panteón (templo de planta circular, coronado por una impresionante cúpula construido en el año 27 antes de Jesucristo por Agripa en honor de todos los dioses). Bonifacio decidió al punto convertirlo en iglesia y, en el año 609, consagró el edificio a “Santa María de los Mártires”, en memoria de todos los que habían derramado su sangre por dar testimonio del único Dios. Se instituyó entonces la fiesta de Todos los Santos.
[3] Directorio de Vida Consagrada, 22.
[4] S. Th., II-II, 186, 1, ad 3.
[5] Directorio de Vida Consagrada, 25.
[6] Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, cap. 21, n. 2.
[7] Sigo libremente en este punto el precioso artículo “Quiero ser santo” del P. Gustavo Lombardo, IVE. Cf. http://verbo.ive.org/quiero-ser-santo/
[8] Canonizado por Juan Pablo II el 21 de noviembre de 1999.
[9] Vida 1, 5.
[10] Se puede comparar esta expresión de Teresa, a los siete años, con la pregunta hecha insistentemente por el joven Tomás de Aquino a los monjes de Monte Casino: «Qué es Dios?»
Estas dos almas infantiles tienden a Dios, pero la diferencia en sus deseos señala ya la diferencia de sus caminos, convergentes a pesar de todo: Tomás de Aquino quiere saber, qué es Dios, y pasará la vida, estudiando bajo la luz de la fe y de la razón: será el príncipe de la teología dogmática. Teresa quiere «ver» a Dios, comprenderle con todo el poder de captación, aunque sea en oscuridad, para unirse a él: será la maestra de los caminos interiores que conducen a la unión transformante.
[11] Beato María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios (Madrid - 20024) pp. 31-32.
[12] Directorio de Espiritualidad, 42.
[13] Royo Marin, A., Teología de la Perfección Cristiana (Madrid - 19624) p. 48.
[14] A Bert, San Rafael, 27 de agosto de 1984.
[15] Cf. Fuentes, M. Á., La búsqueda del bien, Principios morales para tiempos de confusión (San Rafael - 2017) pp. 505-510.
Sobre ellos dice San Juan Pablo II: «Según estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma transcendental y atemática. Los actos particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente signos o síntomas de ella (…) El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos» Veritatis Splendor, 65.
[16] Cf. Rm 16, 26.
[17] Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5; cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 3: DS, 3008.
[18] Cf. Gl 5, 6.
[19] Cf. Rm 10, 10.
[20] Cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rm 8, 5-8; Gl 5, 22.
[21] Veritatis Splendor, 66.
[22] Cf. Mt 24,13 “El que persevere hasta el final se salvará”.
[23] Cf. Mt 16,24 “Entonces dijo a los discípulos: ‘Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga’”.
[24] Directorio de Espiritualidad, 146.
[25] San Luis María Grignion de Montfort, El amor de la Sabiduría Eterna, cap. XIV, 1.
[26] Directorio de Espiritualidad, 144.
[27] Beato María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios (Madrid - 20024) pp. 177-178.
[28] San Agustín, Serm. 169,11,13: PL 38,923.
[29] Cf. San Agustín, Serm.169,11. PL: 38, 923.
[30] A su papá, Buenos Aires, 25 de mayo de 1983.
[31] Fuentes, M. A., Soy capitán triunfante de mi estrella, (San Rafale-2011 A 25 años del fallecimiento de Marcelo Edición corregida y aumentada) p. 35.
[32] Manuescritos autobiográficos, cap. X.
[33] Textos tomados de La vida espiritual, según las conversaciones ascéticas del (entonces) ‘siervo de Dios’ José Alammano.
[34] Buela, C. M., Servidoras I (Segni-Roma - 20042) p. 247.
[35] Pontifical Romano, 67.
[36] Pontifical Romano, 131.
[37] Directorio de Espiritualidad. 42.
[38] Directorio de Vida Consagrada, 25.
[39] Directorio de Noviciado, 33.
[40] Directorio de Noviciado, 71.
[41] Cf. Santo Tomás de Aquino, Contra la pestilencial doctrina, 89.
[42] Directorio de Vocaciones, 31.
[43] De Virginibus, lib. II, cap. II, 15: PL 16, 222.
[44] Veritatis Splendor, 120.
[45] Cf. Hb 10, 5-10.
[46] Veritatis Splendor, 120.
[47] Léon Bloy, La mujer pobre.