«Porque no está la falta, Dios mío,
en no nos querer tú hacer mercedes de nuevo,
sino en no emplear nosotros las recibidas sólo en tu servicio,
para obligarte a que nos las hagas de continuo».
(Noche oscura, canción II, l. 2, c. 19)
Juan de la Cruz es un santo «macizado»[1]. Los mil ribetes de que está hecha su personalidad se integran en él de modo jerárquico («concéntrico» dijera Kierkegaard[2]), como «material bien unido y apretado», fundados en la necesaria unicidad de la mejor parte: el amor en el seguimiento de Jesucristo (cf. Lc 10, 41-42).
Su aspecto más humano es ya de una calidad excepcional. Tenía una madurez de criterio adelantada a su edad («de niño, tuvo ser de viejo» dice uno de sus primeros biógrafos[3]) y un muy llamativo talento para las artes y oficios prácticos[4], y para el trato con los demás[5]. Santa Teresa Benedicta de la Cruz asegura de él que «poseía una naturaleza de artista»[6]: fue un virtuoso de la música y el canto, y podía cumplir aventajadamente tareas de entallado, imaginería y construcción. A vista de sus pocos dibujos (el Cristo escorzado, por ejemplo, o el dibujo del Monte), y con el aval de maestros como Sert y Dalí, afirman Efrén-Steggink que «estamos, sin duda, ante un artista creador, no inferior potencialmente a los mayores genios de la pintura»[7]... y fueron disciplinas en las que no se formó y que ejercía solamente de manera ocasional, por inspiración «artística».