La humildad, disposición previa del verdadero obediente.
¿Cómo debe proceder el que quiere entrar en la nave de la perfecta obediencia? Debe poseer la luz de la fe, con la que debe matar la propia voluntad, odiando su propia pasión sensitiva y tomando por esposa la verdadera y pronta obediencia, con su hermana, la paciencia, y la nodriza de la humildad. Si no tuviese esta nodriza, la obediencia perecería de hambre, porque en el alma donde no hay humildad, la obediencia muere pronto.
La humildad no está sola, sino que tiene consigo la sirvienta de la modestia, del desprecio del mundo y de sí misma, que hace que el alma se tenga en poco, y no apetezca honores, sino afrentas.
El religioso debe adquirir y conservar en sí esta perfección, tomando pronta y alegremente la llave de la obediencia. Esta llave abre el postigo o puertecita que hay en la puerta del cielo, como sucede en las puertas que tienen postigo.
La fe les hace descubrir los males que de la desobediencia les vienen
Los verdaderos obedientes ven que con la carga de las riquezas y el peso de su voluntad no podrán pasar por este postigo sin gran fatiga ni sin peligro de perder la vida, y ven que no podrán pasarla con la cabeza alta sin riesgo de rompérsela; de ahí se desprendan de sus riquezas y de la propia voluntad, eligiendo la pobreza. Si no observasen el voto de pobreza voluntaria, faltarían a la obediencia, y caerían en la soberbia, que les hace llevar alta la cabeza de su voluntad. Y si debiendo obedecer, no inclinan su cabeza con humildad, sino que la bajan a la fuerza, cumpliendo lo que le mandan con desagrado, poco a poco, se verán caídos también en el otro voto, quebrantando la continencia. Porque el que no tiene ordenado su apetito ni se ha despojado de sus bienes temporales, siempre halla amigos con quien conversar, que le quieren para su propio provecho. De estas conversaciones pasan a las amistades íntimas y a recrearse en placeres, porque no tienen humildad y carecen del menosprecio de sí mismos. Viven regalada y delicadamente, no como religiosos, en vigilias y oración, sino como señores. Estas y otras muchas cosas les suceden porque tienen dinero para gastar; que, si no lo tuvieran, no les sucedería esto.
El obediente domina su sensualidad y descubre a todos sus enemigos
Por esto el perfecto obediente se levanta sobre sí y domina su propia sensualidad, echando fuera al enemigo del amor propio, porque no quiere que sea ofendida su esposa, la santa obediencia, a la que se unió por la fe. De este matrimonio nace el vivir las santas costumbres y observancias de la orden, y las virtudes verdaderas: la paciencia, la humildad y el desprecio de sí mismo. El alma queda con paz y sosiego, porque ha arrojado afuera a sus enemigos.
¿Cuáles estos enemigos? El principal es el amor propio, origen de la soberbia. Después están la impaciencia, la desobediencia; la infidelidad; la presunción y confianza en sí mismo; la incoherencia, el desorden; el quebrantar las reglas de la orden, y las malas conversaciones. Está también la ira, la crueldad de corazón, el odio de las virtudes; la impureza; la negligencia, y el mucho dormir.
Virtudes y ganancias del obediente
Cuando el religioso conoce, a la luz de la fe, que estos son los enemigos que iban a ofender a su esposa, la santa obediencia, los echa fuera. De ahí que mate su perversa voluntad propia, la cual engordada por el amor propio y es la que da vida a todos estos enemigos de la obediencia. Cortada la cabeza del enemigo principal que sustenta a los demás el alma queda libre y en paz, sin ningún enemigo; nada hay en ella que la pueda amargar o entristecer.
¿Qué combates tiene el verdadero obediente? ¿Le dan guerra las injurias? No, porque es paciente. ¿Le son pesadas las cargas de la vida religiosa? No, porque es obediente. ¿Le entristece la dureza de la obediencia? No, porque ha pisoteado su voluntad y no quiere indagar ni juzgar sobre la voluntad de su superior, antes bien a la luz de la fe descubre en ella la voluntad de Dios. ¿Considera humillantes los quehaceres más bajos o sufrir las afrentas, los improperios, los escarnios o menosprecios que se le puedan hacer o decir? No, porque ama la abyección y el menosprecio de sí mismo, y antes se alegra con paciencia y se regocija con su esposa, la verdadera obediencia.
No se entristece más que por las ofensas que ve que se hacen a mí, su Creador. Mantiene trato con los que me aman en verdad. Y si trata con los que viven separados de mi voluntad, lo hace para sacarles de su miseria. Como un hermano, el bien que tiene lo quiere comunicar a los otros. Por esto se esfuerza en atraerlos con la palabra y la oración. Por todos los medios busca sacarlos de las tinieblas del pecado mortal.
Ya trate con justos o con pecadores, las conversaciones del verdadero obediente son siempre buenas. De todos sus momentos ha hecho un cielo, gozándose de hablar y tratar conmigo, su Padre, huyendo de la ociosidad mediante la humilde y continua oración. Cuando los malos pensamientos le asaltan, no se echa en la cama de la negligencia, abrazando la ociosidad, ni se pone a escudriñar los pensamientos que se le ocurren. Huye la ociosidad, se domina, se levanta sobre su estado de ánimo y con verdadera humildad y paciencia sobrelleva estas pruebas del espíritu; resiste en vigilia y humilde oración, viendo con la luz de la fe que yo soy su defensor y que permito lo que le sucede para que sea más solícito en huir de sí y venir a mí. Si la oración mental le parece difícil, por las tinieblas que obscurecen y fatigan su espíritu, recurre a la oración vocal o a sus ocupaciones manuales para evitar la desidia.
De esta manera, con fe y en obediencia pasa este mar tempestuoso de la vida dentro de la nave de su instituto religioso.
El obediente sólo envidia santamente al que ve más obediente y esmerado que él. Su celda está llena del perfume de la pobreza y no de rico ajuar. No sufre pensando que puedan venirle ladrones para robárselo o que la polilla le echen a perder sus vestidos. Si recibe algún regalo, no piensa en guardárselo para sí, sino que lo comparte con sus hermanos, sin inquietarse por el futuro. Remedia su necesidad en el día de hoy y piensa sólo en el reino de los cielos y en cómo observar la verdadera obediencia. Y, puesto que se observa mejor cuando se va por el camino de la humildad, se doblega lo mismo al pequeño que al grande, al pobre que al rico. Se hace siervo de todos, no rehusando trabajo alguno, mas sirviéndolos a todos caritativamente. El obediente no quiere obedecer a su manera, eligiendo tiempos y lugares, sino según lo prescriben su reglas o su superior.
Todo esto lo hace sin pena ni hastío. Con esta llave de la obediencia en la mano, pasa por la puerta estrecha de la vida religiosa holgadamente y sin violencia. Es humilde, paciente y perseverante. Vence el ataque de los demonios mortificando y macerando su carne, despojándola de las delicias y placeres, entregándose a los trabajos de la vida religiosa. A él se refería mi Hijo cuando los discípulos discutían sobre cuál de ellos sería el mayor: Quien no se humille como uno de estos pequeños, no entrará en el reino de los cielos (Mc 10,14). El que se humilla será ensalzado, y el que se ensalza será humillado (Mt 23,12).
Justamente estos pequeños, que por amor se han humillado obedeciendo verdaderamente, sin oponerse a lo que manda su superior, son ensalzados por mí, sumo y eterno Padre, junto con los ciudadanos del cielo, donde son premiados por todos sus trabajos y ya en esta vida gustan la vida eterna.
En el obediente tiene cumplimiento la promesa evangélica: «Recibirán el ciento por uno en este mundo, y una eternidad feliz en el otro»
Se cumple en ellos lo que respondió mi Hijo a Pedro cuando éste le preguntó: Maestro, nosotros lo hemos dejado todo por tu amor, y aun a nosotros mismos, y te hemos seguido a ti; ¿qué nos darás? (Mt 19,27). Y mi Verdad le dijo: Os daré el ciento por uno y la vida eterna (Mt 19,29). Como si dijera: «Has hecho bien, Pedro, dejándolo todo, yo, ya en esta vida, te daré el ciento por uno de lo que has dejado.» ¿Cuál es este ciento por uno, al que sigue luego la vida eterna? ¿Los bienes temporales? Propiamente no, sino el fuego de mi caridad, por el que rebosa de alegría vuestro corazón. Porque en la caridad no cabe la tristeza, sino la alegría; la caridad ensancha el corazón y lo hace generoso, sin doblez ni avaricia.
Los desobedientes: males que les sobrevienen
Muy distinta suerte corre el desobediente, pues ya en esta vida gusta los preludios del infierno. Siempre está triste, con turbación de espíritu y remordimiento de conciencia; disgustado de la orden y de su superior. Viene a hacerse insoportable a sí mismo. ¡Qué triste espectáculo ofrece! Esclavo de la desobediencia, impaciente y soberbio, sigue su propio parecer, nacido del amor propio!
Privado de la caridad, vive en gran pesadumbre. Inclina de mala gana la cabeza de su voluntad, y la soberbia se la hace levantar. Todos sus deseos están en desacuerdo con los de su instituto religioso. Este le manda la obediencia, él ama la desobediencia. La orden le manda la pobreza voluntaria, y él desea riquezas. Quebrantando los tres votos cae en la ruina y en miserables defectos. Le engaña su amor propio, haciendo caso a su propia sensualidad y a los criterios del mundo. Ha dejado el mundo con el cuerpo, pero permanece en él con el afecto. La obediencia se le antoja pesada y para evitar su peso desobedece, lo que le hace sufrir, pues no vive de amor.
¡Cómo se engaña a sí mismo! Buscando contentar sus gustos, vive en un continuo trabajo, pues no le queda más remedio que hacer muchas cosas a la fuerza. El quiere vivir en grandes deleites y tener el cielo en esta vida, mientras que la orden quiere que sea peregrino y a cada paso se lo da a entender, porque cuando goza de descanso en algún sitio en donde permanecería con gusto, le manda que se mude a otro. De esta forma sufre con los cambios de residencia. Y si no obedece, queda sujeto a sufrir la corrección; y así vive en continuo tormento. Queriendo huir del trabajo, los tiene mayores. Su ceguera le impide conocer el camino de la verdadera obediencia, camino fundado por el obediente Cordero, mi Hijo unigénito. Mas él va por el camino de la mentira, pensando encontrar placer en él, y sólo encuentra dolor y amargura. ¿Quién le guía? Su pasión de desobedecer; él se guía a sí mismo, confiando en su propio saber. Vive en un mar tempestuoso, sacudido por muchos vientos peligrosos, y no se da cuenta que está en peligro de muerte eterna. No es que no lo vea, sino que se engaña miserablemente. Cegado por el amor propio, por el que ha desobedecido, se ha privado de la luz, que no le permite ver su desgracia.
El desobediente: árbol con frutos de muerte
¿Qué frutos produce el árbol del desobediente? Frutos de muerte, nacidos de su soberbia. De ahí que todo él árbol este corrompido: las flores, las hojas, los frutos, las ramas. Las hojas, es decir, su conversación; si ha de anunciar mi palabra, procura hacerlo, no con sencillez, sino con grandilocuencia, más preocupado de agradar que de hacer bien a las almas.
Sus flores exhalan hedor. Son los malos pensamientos que acoge con complacencia, llenos de impureza y de falta de caridad, pensando siempre mal de sus superiores. Engaña a sus superiores cuando no le permiten hacer lo que quiere según su perversa voluntad; oculta sus engaños bajo palabras halagadoras o ásperas. No soporta a su hermano ni sufre la más mínima palabra de reprensión que se le diga.
Sus frutos están envenenados por la impaciencia, la ira y el odio hacia su hermano. No tiene caridad fraterna, porque él sólo se ama a sí mismo.
Buscando contentarse a sí mismo, huye de la celda como si fuese un veneno, porque antes ya se ha salido de la celda del propio conocimiento, por lo que ha venido a caer en la desobediencia.
Es siempre el último en entrar en la iglesia y el primero en salir. No guarda vigilias ni hace oración. Muchos son los males que acaecen sobre el desobediente y muy dolorosos sus frutos.
¡Oh miserable! Esto produce tu desobediencia. No has tenido los hijos de las virtudes, como el verdadero obediente.
¡Oh desobediencia, que despojas el alma de toda virtud y la vistes de todo vicio! Privas al alma de la paz y le das la guerra; le quitas la vida y le das la muerte; le vistes de toda miseria y le haces morir de hambre; le das continua amargura y le privas de la dulzura. Conduces al alma a la condenación eterna, donde están los demonios, los que cayeron del cielo porque fueron rebeldes a mí.
Modos de salir de la tibieza en la vida de obediencia
¡Oh hija querida! Entre los perfectos y estos miserables están los religiosos que viven mediocremente. No son perfectos, como deberían ser, ni son tan malos; no están en pecado mortal, pero viven en la tibieza y frialdad de corazón. Estos, si no se ejercitan virtuosamente en la obediencia, están expuestos a grandes peligros. Por esto han de tener mucho cuidado, no dormirse, y salir de su tibieza. Si en ella permanecen, están muy próximos a caer. Si no caen, vivirán según criterios humanos, aparentando ser religiosos en lo exterior pero sin serlo en espíritu. Y muchas veces por su poca luz estarán en riesgo de juzgar mal a los que en lo exterior no observen las reglas tan bien como ellos, aunque las observen más perfectamente en su interior que ellos.
Estos tales van contra el estado de perfección en que entraron y que deberían observar. Y aunque hagan menos daño que los otros de los que te he hablado, lo hacen, sin duda; porque salieron del mundo para renunciarse a sí mismos, para ser humildes y vivir en amor ardiente.
Debes saber, queridísima hija, que éstos pueden llegar a una gran perfección si quieren, porque están más cerca de ella que los otros. Pero tienen una gran desventaja respecto a los ellos. ¿Sabes por qué? Porque en el malo aparece con toda claridad que obra mal, y la conciencia se lo dice. El amor propio le ha debilitado, y no se esfuerza en salir de aquella culpa que reconoce. Si alguien le preguntase: ¿No obras mal, acaso, al obrar así?, diría: Sí, pero es tanta mi fragilidad, que me parece imposible salir del pecado. Ciertamente no dice la verdad, porque con mi ayuda, si quiere puede salir. Sin embargo, reconoce que obra mal, y por este conocimiento le es posible salir, si quiere.
Pero estos tibios, que por una parte no cometen graves pecados ni por otra hacen obras buenas, no reconocen la frialdad de su estado. Al no reconocerla, no se preocupan de salir de ella. Y si alguien se lo advierte, dada la frialdad de su corazón, permanecen atados a su vieja costumbre.
¿Qué medio puede haber para hacer levantar a éstos? Que odien su propia complacencia y reputación, y lleguen al conocimiento de sí mismos, contemplando el fuego de mi divina caridad. Que se desposen de nuevo, como si de nuevo entraran en la orden, con la verdadera obediencia. Se les podrían aplicar aquellas palabras: Malditos los tibios, ojalá fuerais fríos o calientes. Si no os corregís, seréis vomitados de mi boca (Apoc 3,15-16). Si no salen de la tibieza, se exponen a caer, y, si caen serán reprobados por mí.
Levántense, pues, con santos ejercicios, vigilias, humildes y continuas oraciones. Mírense en el espejo de su orden, en los patronos de esta nave, hombres como ellos. Yo soy ahora el mismo Dios de entonces. No ha disminuido mi poder, ni mi voluntad, ni el deseo de vuestra salvación, ni mi sabiduría en daros luz para que conozcáis mi bondad.
Este es el remedio eficaz que emplea el verdadero obediente cada día con mayor celo para aumentar su obediencia. Desea sufrir ultrajes y que el superior le imponga duros mandatos. Por esto se ejercita en el deseo santo de someterse y no, pierde ocasión, porque tiene hambre de obedecer.
Santa Catalina de Siena
El diálogo, Parte III, Cap. IV.
La multiplicación de los panes
Introducción
La pusilanimidad es la gran dificultad en el plan de cooperación. "Yo no valgo nada". Desaliento. "¡Lo mismo da que haga o que no haga! Nuestros poderes de acción son tan estrechos. ¿Vale la pena mi modesto trabajo? ¿Qué significa mi abstención? Si yo no me sacrifico, ¡nada se cambia! No hago falta a nadie... ¿Una vocación más o menos? ¿Lo mismo que un voto más o menos?". Cuántas vocaciones perdidas. Es el consejo del diablo, que tiene parte de verdad. Hay que encarar la dificultad: según San Ignacio: sibi obiciant... quiere que nuestros estudiantes ¡sólo a la verdad se rindan!
En una oportunidad San Marcelino les habló los hermanos sobre el tema de la vocación, ya que le preguntaron si se podía perder la vocación. Y el santo les hizo una distinción, les dijo: "Fallar la vocación, perder la vocación, apostatar la vocación, y ser infiel a la vocación, son cosas muy distintas ".
Fallar la vocación
Es ignorar los designios de Dios sobre uno. Es cuando alguien no conoce lo que Dios quiere de sí o se equivoca en lo que cree que Dios le pide. Hay jóvenes buenos que se quedan en el mundo porque no saben lo que es la vocación, o nadie les predicó, o nunca conocieron una casa religiosa. Pero muchos de ellos no lo conocieron pero desearon vivir bien, y esa buena disposición suplirá en ellos la vocación que no pudieron seguir por falta de conocimiento.
Perder la vocación
Es abandonarla antes de ser religiosos por los votos. Después de conocerla suficientemente y de formar parte de alguna comunidad. Es no haber sabido o querido cultivar, entretener, afianzar y conservar la vocación recibida. Es dejar sin producir el talento que Dios nos dio. Es dejar de corresponder a la vocación recibida y que ya se había abrazado y merecer que Dios nos quite esta gracia por las siguientes causas:
Una sola de estas causas puede ser suficiente para perder la vocación. La pérdida de la vocación conlleva consecuencias gravísimas:
sufrir a todo el cuerpo y siempre está mal. El joven que no está donde Dios quiere.
Ejemplo de la Virgen a Santa Catalina de Suecia, hija de Santa Brígida, que estaba muy tentada de dejar la vocación. La mamá rogó por ella y a la noche Santa Catalina vio el mundo todo envuelto en llamas, y se encontraba ella rodeada de fuego por todos lados. Estando en este apuro vio a la Virgen y sin poderse contener le suplicó: ¡Ayúdame, oh santa Madre de Dios! Y la Virgen le respondió: ¿Cómo? Con menosprecio de tu vocación intentas irte al mundo, en medio de todos los peligros, quieres meterte intencionalmente en estas llamas, ¿y me llamas para que te ayude?
Catalina prometió ser fiel a la vocación y rechazar las tentaciones e inmediatamente cesaron las llamas.
"El hermano de María que ponga su vocación en manos de esta divina Madre, jamás la perderá".
Apostatar de la vocación
Corresponde a los que han hecho sus votos en la religión y luego abandonan este estado. La vocación no es ya un consejo sino una obligación. El abandonar la vocación luego de comprometerse con Dios conlleva frecuentemente la perdición del alma. Es como un naufragio en alta mar. Es la bancarrota universal.
San Agustín: "No he visto almas más perversas y más hondamente corrompidas que las
que se han maleado en la religión ". Como dijo Cristo, que el que pone la mano en el arado y mira para atrás, No es apto para el Reino de los Cielos.
Ser infiel a la vocación
Consecuencias:
Que Dios nos conceda ver lo importante que es no ser infieles a la vocación, y mucho menos ponemos en peligro de perder la vocación.
Que la Virgen María nos conceda la gracia de la perseverancia.
Está fuera de duda que nuestra eterna salvación depende principalmente de la elección de estado. El Padre GRANADA dice que esta elección es "la rueda maestra de la vida". Y así como descompuesta la rueda maestra de un reloj queda todo el desconcertado, así también, respecto de nuestra salvación, si erramos en la elección de estado, "toda nuestra vida, dice SAN GREGORIO NACIANCENO, andará desarreglada y descompuesta".
Por consiguiente, si queremos salvarnos, menester es que, al tratar de elegir estado, sigamos las inspiraciones de Dios, porque solamente en aquel estado a que nos llama, recibiremos los necesarios auxilios para alcanzar la salvación eterna. Ya lo dijo SAN CIPRIANO: "La virtud y gracia del Espíritu Santo se comunica a nuestras almas, no conforme a nuestro capricho, sino según las disposiciones de su adorable Providencia"1. Que por esto escribió SAN PABLO: cada uno tiene de Dios su propio don2. Es decir, como explica CORNELIO a LAPIDE: "Dios da a cada uno la vocación que le conviene y lo inclina a tomar el estado que mejor corresponde a su salvación". Esto esta muy conforme con el orden de la predestinación, que describe el mismo Apóstol cuando dice: Y a los que ha predestinado, también los ha llamado; y a quienes ha llamado, también los ha justificado; y a quienes ha justificado, también los ha glorificado3.
Ofreceremos en distintos artículos algunas de las cartas circulares del Beato Pablo Manna a los miembros de su Instituto
La traducción del italiano la ha realizado hace algunos años el R.P. Lic. Victorino Ortego
(Carta circular nº 2, Milán, 30 de noviembre de 1924)
Excelencias Reverendísimas y amadísimos cohermanos:
Para el mayor desarrollo del Instituto y para ayudar a resolver nuestro problema económico pienso que es nuestro deber poner la atención en mejorar nuestra prensa aquí en Italia. En otra ocasión os prometí que me iba a referir a este argumento y lo hago ahora, dándoos algunas normas que, espero, serán tomadas en la debida consideración porque, como el actual florecimiento de nuestras casas se debe en gran parte a esta actividad, así y aun mejor deberá ser en el futuro.
Diré brevemente algo sobre el deber de la deseada colaboración a las publicaciones del Instituto y especialmente a “las misiones católicas” y los modos de ampliarla. En cuanto al deber, no diré muchas palabras porque es cosa evidente, y tengo confianza de que todos aquellos que pueden, de cualquier manera, colaborar con nuestra prensa, lo harán de buena gana, sabiendo que concurren así al bien de todo el Instituto porque la prensa es el único medio de comunicación que tiene con el público, sobre el cual, después de la Providencia, el Instituto mismo funda, y no puede dejar de hacerlo, su esperanza, con respecto a la continuidad y el aumento de las vocaciones y de sus donaciones. Si nuestra prensa se debilita, por falta de colaboración, también el Instituto se resiente en la disminución de la estima y confianza, aventajándonos, hoy otras instituciones.
No se trata de que nosotros nos lamentemos, o podamos dolernos del progreso de los demás, no tendríamos corazón de Misioneros; pero es cierto que todos nosotros debemos sentirnos comprometidos con el progreso de nuestro Instituto porque eso responde al progreso de las misiones a él confiadas, de las cuales sólo nosotros tenemos la responsabilidad ante Dios y la Iglesia. Por consiguiente será necesario organizar la comunicación entre nuestra publicaciones (MISIONES CATÓLICAS, ITALIA MISIONERA, PROPAGANDA MISIONERA, BIBLIOTEQUITA MISIONERA), las cuales en 1925 serán enviadas (exceptuadas BIBLIOTEQUITA MISIONERA) a todos los Misioneros. En cuanto a las normas, trataré de resumirlas brevemente:
1) Para los acontecimiento que interesan a todo el vicariato (fiestas, obras generales, seminarios, etc.) a menos que S.E. Mons. Vicario Ap. no pueda hacerlo él mismo (y alguna vez sería de desear), debería haber un corresponsal ordinario, pero uno solo (o si son varios, uno solo para el mismo hecho) para que no suceda que sobre el mismo hecho en diversos tiempos y sin mediar ulteriores variaciones se manden dos y tal vez tres crónicas que narran lo mismo.
2) Tratándose de acontecimientos (conversiones, inauguración de escuelas, etc.) que interesan directamente a un solo distrito, el jefe del distrito, o su ayudante (y no un padre de otro distrito) mande noticias para la primera parte de la revista (la cual es más propiamente el órgano del Instituto) o una breve información que encontrará lugar en NOTICIAS. Lo importante es que con respecto a las Misiones católicas no se descuiden las noticias que puedan dar una idea sobre la situación de nuestras misiones, sin que nuestra revista tenga que mendigar a las otras revistas las noticias de nuestra propia casa.
Pablo Manna, Sup. Gen.
I. De los quince a los veinte años: época de la docilidad
Durante este período de la vida, el joven es cera blanda que admite con facilidad todas las huellas, todos los moldes. Es la edad en que necesita más dirección y cuidados asiduos, pero también en que es más fácil guiarle, porque su fe y confianza en los superiores son perfectas. ¡Ay del superior que, por ligereza de conducta, haga perder al súbdito semejantes sentimientos, precioso amparo de su virtud!
De los quince a los veinte años, el novicio estudia prácticamente la vocación, conoce el Instituto, debe ser probado
La época de los quince a los veinte años es, para el novicio, la de las recias luchas y tentaciones. En cuatro de éstas necesita especialmente dirección y ayuda (solo recogemos dos):
2.a El hastío de la oración.
Insístase mucho en que no permanezca ocioso durante la oración mental; oblíguesele a ocuparse en ella reflexionando o rezando vocalmente, recordando la presencia de Dios, o al menos leyendo algún libro que se le haya indicado.
Recuérdesele con frecuencia la fidelidad a la gracia y a las cosas pequeñas. Lo están pidiendo tres razones poderosas sobre las que nunca se insistirá bastante ante los religiosos jóvenes:
a. La fidelidad a la gracia y a los detalles preserva del pecado venial, que es la causa más común de la ruina de la piedad.
b. Los triunfos menudos que el religioso joven alcanza sobre sí mismo para observar la regla, ser fiel a la gracia y evitar faltas leves, le preparan para los combates mayores, los actos heroicos de virtud, y le preservan del pecado grave, que es la muerte del alma, de la vocación y de la piedad.
Don Bosco: Medios positivos para conservar la castidad: oración, evitar el ocio, frecuentar los Santos Sacramentos y ser cuidadoso en las cosas pequeñas. (Don Bosco, lx, 708)
c. Por otra parte, todo acto de virtud, por pequeño que sea, merece una nueva gracia. El que practica esa fidelidad, consigue la piedad, el fervor y una mayor participación del espíritu de Jesucristo, y va creciendo en virtud cual árbol plantado junto a las aguas.
4° El desaliento.
Es una de las tentaciones más comunes: pocos jóvenes se ven libres de ella.
El demonio del desaliento es muy astuto: se infiltra en el alma y penetra por todas sus facultades. Reviste todas las formas: la del vicio, la de la virtud, incluso la de la humildad, ya que las más de las veces uno se desalienta con el pretexto de la incapacidad.
El desaliento es tentación peligrosísima. Es para el alma lo que la parálisis para el cuerpo: la hiere en todas sus facultades y le hace imposible la lucha contra las tentaciones. Engendra temor exagerado, tristeza, desgana y tedio: enfermedades, todas ellas, que arruinan y matan la piedad, la alegría santa, la confianza en Dios y el espíritu filial.
El desaliento es la tentación de Judas y de todos los réprobos. Por eso, el padre Caraccioli, célebre teólogo italiano, afirma que «es la causa de condenación de todos ellos, y que nadie se condenaría si no hubiera desaliento».
Póngase, pues, todo empeño en precaver a los hermanos jóvenes contra dicha enfermedad del alma. Para ello, hágaseles comprender perfectamente:
• Que la vida del hombre es vida de lucha y, por consiguiente, que se han de esperar pruebas y tentaciones.
• Que los mayores santos han sido los más tentados y probados de todas las maneras.
• Que, dentro de los designios misericordiosos del Señor, son para nosotros medios de perfección, ejercicio de virtud, ocasión de mérito, y no precisamente obstáculos para la salvación.
• Que es propio del hombre caer, y propio de Dios perdonar y volver a levantar. Por consiguiente, no nos han de extrañar nuestras caídas, ni menos aún desalentarnos, sino inducirnos a arrojarnos con toda confianza en los brazos de Dios.
• Que de los defectos, y aun de las faltas, podemos sacar tajada, porque nos obligan a montar la guardia sobre nosotros mismos, a rezar, a humillarnos y a contar sólo con Dios.
• Que el hombre constante, inasequible al desaliento, llega siempre a capacitarse para la profesión, a cumplir cabalmente el empleo y a adquirir virtud sólida.
II. De los veinte a los treinta años: época de la fijación.
En la vida religiosa es el tiempo en que se la abraza definitivamente con la profesión perpetua. Quien se ponga entonces a regatear[1], carece de ánimos, de generosidad y de fidelidad a la gracia. Es un defecto peligrosísimo por las malas consecuencias que de él se derivan. El que entonces no para de ponerlo todo en tela de juicio o permanece nadando entre dos aguas, compromete la vida entera y se arruina el porvenir. El examen y prueba de la vocación han de ser prudentes, pero no prolongarse demasiado. «Semejante lentitud no es necesaria dice Suárez, suele ser óbice para la llamada divina y la expone a graves peligros».
Una vez concluido el tiempo normal de probación, retrasar voluntariamente la profesión religiosa con frívolos pretextos y temores exagerados, es obrar contra la sabiduría, la sagrada Escritura, los santos padres y la recta razón; por el contrario, es sensato y ventajoso entregarse a Dios temprano y ligarse a la vocación tras las pruebas convenientes. Según el texto sagrado, a un adolescente fue a quien Jesucristo invitó con estas palabras: Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres...; ven después, y sígueme (Mt 19, 21).
Según san Juan Crisóstomo, el peor enemigo de la vida religiosa es el demonio, que pone en juego todas sus artimañas para apartar de la vocación a los que han sido llamados a ella y, cuando no puede nada contra ellos, intenta por lo menos persuadirles de que difieran la ejecución de tal proyecto, y estima que es buena ganancia si logra un retraso de un día para el ingreso en religión o la emisión de los votos». ¡Cuántas veces, con tales retrasos, el enemigo de la salvación logra arruinar buenas vocaciones y echar a perder una vida entera! «¡Cuántos vemos escribe san Bernardo a quienes la falsa prudencia del mundo ha seducido, extinguiendo en su alma todos los buenos sentimientos que el cielo les había inspirado! Nada hagáis con precipitación les había insinuado, pensadlo mucho, volved a examinarlo; ya que apuntáis tan alto, calculad vuestras fuerzas, consultad con los amigos, andad con cuidado, reflexionad y volved a reflexionar. Vais a dar un paso del que tal vez hayáis de arrepentiros más tarde»
Y sigue diciendo el santo: «Ésa es una sabiduría terrena y animal, rayana en la locura, enemiga de Dios y de vuestros verdaderos intereses; engendra tibieza e infidelidad a la gracia; provoca náuseas al mismo Dios, que os va a vomitar de su boca y alejar de su corazón».. ¡Cuántas vocaciones ha echado a perder! ¡A cuántos jóvenes ha descarriado y arrojado al infierno!
En la época de los veinte a los treinta años es cuando se contraen y arraigan los hábitos buenos o malos. Si el joven no se ancla entonces firmemente en los buenos principios y costumbres de sólida virtud, se encadenará para siempre en hábitos viciosos, en imperfecciones y defectos de los que no va a desenredarse en toda la vida.
De los veinte a los treinta es la época de desarrollar el juicio, levantar el espíritu y darle la mayor amplitud posible de miras. Si durante ese tiempo el joven queda abandonado a su libre albedrío y al propio criterio, si teme la dirección y la rehúye, tendrá siempre estrechez de miras y no será nunca hombre íntegro. «La vista de un hombre –decía el padre Champagnat–, aunque sea óptima, resulta siempre débil y de poco alcance. Los anteojos y demás instrumentos de óptica son los que la alargan y le permiten alcanzar las profundidades del espacio. De igual modo, por muchas luces y dotes que tenga un hermano, si se le abandona y deja consigo mismo y su débil razón, quedará corto de juicio o se descarriará».
Al llegar a los veinte años, el joven está expuesto a tres nuevas tentaciones:
1.a Se para a pensar, examina la vida pasada, se pone a dudar de la vocación; le entran ganas de comenzar otra carrera, so pretexto de haber ingresado y permanecido en la vida religiosa sin darse cuenta de lo que hacía. Es argumento erróneo, que sólo pueden inspirar las pasiones y el demonio. A un adolescente de catorce a quince años, sin suficiente capacidad de reflexión, Dios no le habla por medio de la mente, sino del corazón. Hace a éste dócil para seguir los atractivos de la gracia, los consejos de un director prudente, de un padre, de una madre, de un amigo; le infunde amor a la piedad, a la vida religiosa, y le concede la gracia de seguir el camino señalado. Ese modo de llamar a la vida religiosa es un colmo de misericordia: preserva al niño de un sinnúmero de faltas, le protege contra los peligros del mundo, en los que su virtud sin duda habría naufragado, y es tanto más seguro cuanto que para nada intervienen aquí el criterio propio ni los móviles humanos. Desestimar gracia tan insigne, ser infiel a una llamada que puede calificarse de divina, no querer ver, en una obra tan providencial, la mano de Dios, su protección y designios misericordiosos, es hacerse reo de negra ingratitud.
2.a La presunción es el segundo peligro. El joven se las da de hombre cabal, presume de las propias fuerzas, confía demasiado en sus talentos; quiere que se le consulte sobre el destino de su persona y mil detalles que no le conciernen; de sus labios brota incesantemente un monosílabo: ¡YO! Yo a troche y moche, no hay más que el yo. Se trata escuetamente del orgullo egocéntrico, lastimoso defecto que, de no combatirse y enmendarse, echa a perder los mejores temperamentos.
3.a La tercera tentación es consecuencia de la segunda: el joven, al creerse capaz de orientarse solo, abandona la dirección de los superiores y se confía a su propio criterio, exponiéndose a faltas considerables y a lanzarse por sendas perdidas que le llevarán al abismo. De los veinte a los treinta años, el joven necesita la dirección igual que de los quince a los veinte. ¡Ay de él, si abandona ese único medio de formar el juicio y de afirmarse en el camino de la virtud y de los buenos hábitos!
III. Cuando el joven ha llegado a los treinta años, puede ya decirse de él: genio y figura, hasta la sepultura.
Sus aficiones y hábitos están ya formados; tal como los dejó arraigar y crecer en sus facultades, así los va a conservar toda la vida. Su manera de ser podrá admitir ligeras modificaciones, pero fundamentalmente no va a cambiar. Si no está entonces sólidamente afirmado en la virtud, es muy de temer que no lo esté nunca; si ha adquirido algún resabio vicioso, lo va a tener toda la vida.
¿Se ha visto alguna vez a un religioso, tras diez o quince años de infracción habitual de la regla, que, pasados los treinta, haya empezado a aficionarse a la observancia y haya llegado a ser modelo de regularidad? Poquísimas veces.
¿Quién ha visto a un religioso fluctuar, de los veinte a los treinta años, por tibieza, tedio de los ejercicios de piedad y abandono injustificado de los mismos, que haya llegado a ser, pasado ese término, sólidamente piadoso y ferviente? Será un caso rarísimo.
¿Se habrá visto alguna vez un religioso ancho de conciencia, despreciador de los detalles, sin temor al pecado venial y cometiéndolo con frecuencia sin el menor remordimiento, que haya dejado arraigar en el alma, desde los veinte hasta los treinta años, el hábito de toda clase de faltas y que, después de esa edad, se haya vuelto fiel a la gracia, cabal cumplidor de la regla, de conciencia delicada y timorata? Casi nunca.
¿Sabéis de algún religioso poco firme en la vocación, que no para de ponerla en tela de juicio, indeciso y nadando entre dos aguas desde los veinte hasta los treinta años, y que, pasado ese tope, se haya consolidado realmente en la vocación, haya perdido el hábito de la inconstancia y se haya entregado con toda el alma al servicio de Dios y a su santo estado? El religioso que, de los veinte a los treinta años, no ha echado raíces, no las echará nunca. Aunque profese entonces, no lo deis por seguro: dejará siempre una puerta abierta, ocultará segundas intenciones, y la menor ocasión bastará para derribarle y echarle al mundo. «Esos individuos –decía nuestro venerado padre– son de la misma ralea que los aludidos por el Espíritu Santo, cuando afirma: El necio se muda como la luna (Ecclo 27, 12); fluctúan toda la vida y no son constantes en nada».
¿Habrá algún religioso que, de los veinte a los treinta años, ande jugando con las víboras, deje penetrar en el corazón la raíz de la impureza, luche flojamente contra esa vil pasión y se le rinda, que se corrija luego y guarde fielmente el voto de castidad? Ese religioso aficionado a las víboras, jugará más o menos con ellas toda la vida; cada uno de sus años quedará señalado con la vergonzosa mancilla de algunas faltas graves contra la virtud angelical.
Finalmente, ¿cuándo se ha visto a un religioso esclavo, desde los veinte hasta los treinta años, de cualquier pasión como la ira, la afición al vino, la insubordinación o cualquier otra mala tendencia, que la haya desarraigado, corregido y dominado, pasada esa edad? Nunca o rarísima vez. Llegado a los treinta años, lo dicho: genio y figura, hasta la sepultura.
Tal vez alguien pregunte: ¿No puede una persona corregirse y convertirse en cualquier época de la vida? Sí, la gracia no falta nunca, uno puede convertirse en cualquier momento; eso no quita que tal clase de conversiones sean excepcionales. Un defecto que, a esa edad de los veinte a los treinta y con los medios más abundantes para corregirlo, ha pasado a ser hábito, es lo más difícil que hay de desarraigar y extirpar. Nadie hay más difícil de conmover y convertir que el religioso que ha abusado de la gracia durante diez o quince años. Es preciso un milagro de la gracia para conseguirlo y realizar tal trueque: se trata, pues, de conversiones tan raras como los milagros.
La perturbación atmosférica de una sola estación del año sobre todo cuando se trata de la primavera basta para comprometer la cosecha, estragar todos los productos del año y hacer que la esterilidad y el hambre se abatan sobre la tierra. De igual modo, el trastorno y desorden en una sola época de la vida sobre todo si se da en la juventud basta para malear toda esa vida y hacerla estéril en virtud. El religioso que, de los veinte a los treinta años, no llega a ser piadoso, sino que se deja dominar por lamentables hábitos, echa a perder toda la vida; nunca será sino un simulacro de religioso.
«Con el abuso de la gracia y el descuido de las cosas pequeñas –dice san Gregorio–, insensiblemente seducido y sin darse cuenta, cae uno en las grandes». Entonces se peca sin remordimiento, y cuando se ha llegado a ese grado de perversidad, ya no hay remedio. San Juan Crisóstomo enseña: «El alma, una vez corrompida y envilecida por el hábito del mal, padece enfermedad incurable. Por muchos remedios que Dios le ofrezca, ya no sanará».
El pecado que llega a ser habitual, se identifica en cierto modo con el hombre que lo comete: el pecador habitual se ha convertido en pecado; por eso es casi imposible que se corrija. La sagrada Escritura echa mano de tres comparaciones espantosas para expresar la desgracia del hombre que se halla en semejante estado: Vistióse de la maldición como de un vestido; penetró ella como agua en sus entrañas, y caló como aceite hasta sus huesos (Sal 108, 18). La maldición envuelve al pecador habitual como un vestido, ya que le rodea por todas partes, se adueña de todas sus acciones y palabras; penetra como el agua en su interior, donde va a malear todos sus pensamientos e intenciones; finalmente cala como el aceite hasta sus huesos, es decir, hasta el alma, el corazón y la mente, arruinando y reduciendo a la nada todas sus facultades.
No parecen entenderlo esos hermanos jóvenes que dicen: No hay prisa para entregarse al Señor y comprometerse con él. Ya habrá tiempo, más adelante, para corregir los defectos, luchar contra las pasiones y sujetarse a la regla. ¡Hombres aturdidos, habláis como insensatos! Habéis olvidado el oráculo del Espíritu Santo: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6). Y este otro: Sus huesos estarán impregnados de los vicios de su mocedad, los cuales yacerán con él en el polvo del sepulcro (Jb 20, 11). Eso es lo que os espera, lo que seréis más tarde.
IV. Llegado a los cuarenta años, si el religioso ha descuidado el cultivo del alma y no es sólidamente virtuoso, es infeliz y está descontento.
Si preguntáis las causas de su desazón y de sus penas interiores, se os responderá:
1.a La mirada retrospectiva sobre el pasado le espanta y llena de amargura: ve claramente que ha sido infiel a la gracia, que ha abusado de los dones de Dios y que no ha aprovechado los muchos medios de salvación y perfección que se le habían prodigado. Al cabo de veinte años de vida religiosa se halla carente de virtud; después de tantas confesiones, comuniones, plegarias, buenas lecturas y ejercicios espirituales, sus defectos siguen siendo los mismos; peor aún, han crecido y echado más raíces. Siente y ve que todos esos medios de perfección, de que ha abusado, le han dejado estéril y no le producen más que remordimientos intolerables y un vacío espantoso. Ve con temblor que la vida se le ha ido en vanidades y que todas sus obras están agusanadas por la rutina y el amor propio, debido a que las ejecutó sin dirigir la intención a Dios, o con intenciones torcidas.
2.a Está, pues, insatisfecho. ¿De qué? De todo: del lugar de destino, en el que se ha desgastado; del empleo, que se le hace costoso; del instituto, cuyo espíritu ha perdido; de la vocación, que ya no estima; de sí mismo, pues comprende que su triste situación es fruto de sus obras. Y lo que recrudece sus penas y angustias es sentir que Dios no está contento de él, ni lo están los superiores ni los hermanos que viven con él, aun en el supuesto de que nada reprensible se hallare en su conducta, pues sabe que no ha vivido como buen religioso, ni difundido el buen olor de la virtud y el buen ejemplo.
3.a Por todos los conceptos, le asusta el porvenir: la regla y los deberes religiosos se le hacen incomportables; no les tiene afición, le causan tedio. El yugo de Jesucristo, tan suave y leve para las almas fervorosas, se le hace carga abrumadora que no puede aguantar. Todo le desagrada, todo le resulta penoso, todo se le convierte en suplicio. Le asaltan las tentaciones más horribles, más peligrosas, más terribles. Siente inclinaciones y tendencias extrañas, que no había experimentado en el tiempo normal de las grandes tentaciones y luchas. Se produce en él un vacío espantoso; pierde el apego a cuanto le rodea, a todo lo que debiera amar, a los hermanos, a los superiores y al instituto; su corazón empecinado se pega a las criaturas y a lo que debiera despreciar y aborrecer. La clase se le hace insufrible; la casa religiosa le parece una cárcel; todo le desagrada en la comunidad; sus pensamientos y aficiones están en el mundo.
El religioso que se halla en esa triste situación, está en religión como un preso en la cárcel; igual que éste, está al acecho de la primera ocasión favorable para escapar del convento, que se le ha convertido en prisión. Pero, ¿qué va a ser de él en el mundo? El Espíritu Santo nos lo enseña con estas palabras: El hombre perverso es perniciosísimo, no habla más que iniquidades: guiña los ojos, refriega los pies, habla con los dedos, maquina el mal en su depravado corazón, y en todo tiempo siembra discordias. De repente le vendrá a éste su perdición, y súbitamente quedará hecho añicos, sin que tenga ya remedio (Pr 6, 1215).
Entre los treinta y los cuarenta años es deber del buen religioso seguir creciendo en virtud sólida y formarse en el arte de la dirección de las almas. ¿Cómo podrá lograrlo? Manteniéndose muy unido a los superiores, sometiéndoles todas las dificultades que se le presenten y siguiendo con fidelidad sus orientaciones. Puede lograrlo con la práctica, ya que es la época en que accede a los cargos, a la dirección de una casa, y en que se le prueba, según sus talentos, un poco en todo aquello de que es capaz. Si, pues, es dócil e inteligente, aprende con facilidad a tratar los negocios, a guiar a los hermanos, a dirigir escuelas y aprovechar sus dotes.
Y ya que el arte de gobernar se basa en estos tres puntos: mente amplia, sólida y profunda, buen corazón y buen carácter, pondrá empeño particular en perfeccionar el criterio; en santificar el corazón para que sea bueno, generoso y lleno de caridad; en reformar y limar el carácter, hasta llegar a hacerse con facilidad todo para todos, a adoptar todas las formas para ser útil al prójimo y lograr el mayor bien posible. El hermano que así se deja formar, podar y dirigir por los superiores, y que se ha labrado a sí mismo en cuanto le ha sido posible, al llegar a los cuarenta años, es capaz de todo lo que concierne al fin de su vocación.
V. De los cincuenta años para arriba. Si carece de fervor, piedad y virtud sólida, el religioso de esa edad cae en la segunda infancia.
Con frecuencia, aun antes de esa edad, comienza a perder juicio de tal modo que, a los cincuenta años, ya no es capaz de seguir desempeñando el empleo y hay que jubilarlo. La ociosidad le ha hecho perder los conocimientos que había adquirido; las infidelidades a la gracia y la desidia para alimentar la mente con las verdades santas, le han hecho perder el espíritu y el sentido religioso; a menudo razona peor que un hombre mundano. A su parecer, los Hermanos jóvenes y los niños no son como en otros tiempos; les achaca toda clase de defectos, los juzga orgullosos, rebeldes, indisciplinados y no reconoce en ellos virtud alguna. Según él, el mundo ya no es el mismo, todo ha cambiado en esta tierra. Y no se da cuenta de que el único que ha cambiado es él mismo, pues con la edad ha ido perdiendo el espíritu de su estado y la sensatez. La gracia y los sacramentos, que hubieran debido reformarle el corazón, dilatárselo y llenárselo de bondad e indulgencia, se lo han dejado frío, duro, egoísta e insensible a los males ajenos. Junto con el juicio y el corazón, también se le ha agriado el carácter: se ha vuelto suspicaz, melancólico, enojadizo, vidrioso hasta el extremo, de modo que por menos de nada se ofende, pierde la serenidad, se sulfura y se torna quejoso y molesto para todo el mundo. Las facultades del alma se le debilitan cada vez más y llega a un punto en que ya no tiene suficiente criterio ni virtud para mandar ni para obedecer.
El hombre es un ser perfectible: puede seguir creciendo siempre en entendimiento, virtud y experiencia; pero si descuida la obra de la perfección, si no lima sin tregua sus defectos, si abusa de la gracia, si, llevado de las tendencias naturales, se entrega a la rutina y la tibieza, pierde sus dotes y malogra sus facultades: se debilita y degenera, llegando a ser un hombre inepto, inútil, por no decir cosa peor.
¡Cuán distinta es la situación del buen religioso! Éste va siempre adelante, medrando en inteligencia, experiencia, virtud, bondad de carácter y en toda perfección. La edad y los achaques a menudo le abruman el cuerpo, pero no le alteran en absoluto las hermosas cualidades del alma. La verdad, con la que toda la vida alimentó la mente, le proporciona luces tan abundantes y da a sus juicios y miras tal altura y profundidad, que capta el bien y la justicia, y distingue, en el acto, lo verdadero de lo erróneo.
De tal modo la piedad y los sacramentos le han transformado el corazón y perfeccionado el carácter, que la bondad, la generosidad, la indulgencia, la compasión y la misericordia se le han hecho connaturales. La inteligencia, el juicio, la bondad de corazón y la afabilidad de carácter siguen creciendo en él con los años, a pesar de los achaques y debilitamiento de la naturaleza. La edad, los trabajos, las enfermedades pueden inmolarle el cuerpo, arrebatarle vigor y energías, y clavarlo en un lecho de dolor; pero le dejan intactas la inteligencia, que brilla como una luz en sus ojos hundidos; la bondad de corazón, que se manifiesta en su mansedumbre e imprime un sello especial a todas sus obras; la afabilidad de carácter, que de continuo le mantiene sereno, alegre, santamente jovial, y hace que todos le aprecien.
(San Marcelino, Avisos y Sentencias; CAPÍTULO XXIII)
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[1] Cuando se escribieron estas líneas las Constituciones de los hnos Maristas, aún no aprobadas, daban la posibilidad de demorar la profesión.