Aquí nuestros Articulos mas recientes...
Quiero tratar un tema que es bastante recurrente en las comunidades católicas. De hecho, es natural que hacia el final de las misas en muchos lugares se escuche hacer una oración pidiendo por el aumento, la perseverancia y la santidad de las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa en general. Eso está muy bien y ciertamente que hay que rezar, porque es la gran fórmula que Dios nos dejó para conseguir vocaciones.
Lo primero que quiero decir es que necesitamos de las vocaciones, necesitamos de los sacerdotes todos y el que les está hablando es un sacerdote. Yo también necesito de ellos y necesitamos de la vida religiosa que es una entrega: una especie de holocausto hecho a Dios por amor a él, una entrega total hacia los hermanos, una entrega total a la vida de la oración. ¡Los necesitamos!
Nosotros somos personas que tienen fe, y como personas que tienen fe, no nos podemos quedar simplemente con lo material. Esa gente que dice: “si el cuerpo está bien, si la salud está bien, todo tranquilo”, ciertamente que son personas que, si piensan realmente así, no piensan como gente de fe. La cosa está tranquila cuando el alma está bien y sin sacerdote, sobre todo hablo de los sacerdotes ahora, el alma no puede estar bien.
El sacerdote nos trae el perdón de los pecados, porque Jesucristo así lo quiso; el sacerdote nos trae a nosotros la Santa Eucaristía, sacramento sublime, el más perfecto de todos. El sacerdote nos da la posibilidad de entrar al cielo por el bautismo y nos despide el día que tenemos que volar hacia el allá haciéndonos la unción de los enfermos. Es el sacerdote el que consuela a los que quedan en el responso. ¡Necesitamos de los sacerdotes!
Nuestro mundo ha prescindido de ellos. El mundo no los considera necesarios, no considera un servicio siquiera el trabajo del sacerdote. Es un trabajo arduo, un trabajo duro y nosotros como católicos sabemos esa importancia y rezamos, pero hay una cosa más que yo quiero decir, porque rezar está bien, pero la oración ciertamente que es mucho más perfecta y es más oída por Dios, si va unida al ofrecimiento.
Me contaba un sacerdote que estuvo misionando en el Alto Perú durante casi 15 años que, la gente de una de las parroquias donde él estaba, que era gigantesca y en la cual tenía que moverse durante días para llegar a distintas comunidades, en un momento, al venir el obispo a visitar la parroquia le presentaron la queja: “Monseñor nosotros queremos más sacerdotes, necesitamos más sacerdotes” y el obispo, entonces, de forma inmediata, les respondió: “Perfecto. Ustedes quieren más sacerdotes, yo se los voy a dar, pero vamos a hacer lo siguiente: ahí afuera está mi camioneta, suban a todos sus hijos y yo en ocho años se los devuelvo sacerdotes”. La gente se quedó ciertamente sorprendida por la respuesta, pero es a esto a lo que quiero ir.
Tenemos que rezar por las vocaciones es importantísimo y hay que hacerlo todos los días. El mundo está sufriendo una espantosa escasez de sacerdotes, no se consiguen sacerdotes para confesarse en muchos lugares, no se consiguen sacerdotes para celebrar Misa. Un mismo sacerdote tiene que atender varias parroquias y parroquias se cierran porque no hay quien las atienda. Hay que rezar, pero también hay que hacer actos generosos. Es momento de heroísmo y hablo ahora a los padres y madres que puedan estar leyendo: Ustedes rezan por las vocaciones, los felicito, pero ¿cuántas veces le dicen a Dios Señor: “acá están mis hijos te los entrego para que sean consagrados, para que sean religiosos, religiosas o para que sean sacerdotes?” Es algo difícil.
¡Cuántos rezan por las vocaciones!, pero cuando les toca en la familia, les duele y es como que se desangran y hablo en este momento a los jóvenes, ¿cuántas veces le han dicho a Dios: “Señor estoy dispuesto a hacer tu voluntad, si me consideras digno o digna si ves que te puedo servir, llámame, elígeme me para la vocación.?”.
Tanto para los padres como para aquellos jóvenes que se animen a hacer este pedido, sepan que Dios va a colmar de bendiciones esos ofrecimientos, pero también sepan que Dios escucha.
Es momento de rezar y es momento de ofrecer al Señor los hijos: “Señor acá está mi vida, la vida es una, la vida se acaba y tenemos que entregarla por amor a Dios. Los hijos no son nuestros. Los hijos son de Dios, te los tenemos que devolver”. ¡Esa es la tarea de los padres!
Nuestra vida no es nuestra se la tenemos que entregar a Dios dándole Gloria, es por eso que en este día los muevo a todos a seguir rezando por las vocaciones y a ofrecer. Yo sé que puede doler en muchos casos mirar a ese hijito que un día tenías en brazos o tal vez es un niño o un adolescente y puede doler decirle a Jesús: “Señor, si quieres, es tuyo, llámalo para que se entregue totalmente a tu servicio, aunque lo alejes de mí”. Esas cosas duelen. Es natural, pero ciertamente que, visto desde el punto de vista sobrenatural, es un ofrecimiento tremendo. Y Dios va a premiar enormemente a aquellos que sean capaces de hacerlo y va a dar vocaciones.
No habrá mayor alegría para un padre y una madre que ver el día de mañana a su hijo celebrar la Santa Misa o a su hija consagrada como religiosa haciendo sus votos perpetuos. No habrá mayor alegría para ese joven que se anima a decirle al señor: “Señor, si me quieres, si te puedo servir, acá estoy”, que el día de mañana poder levantar entre sus manos la víctima sin mancha, poder perdonar los pecados o poder ser un fiel holocausto entregado a Dios viviendo los votos.
Cuando se recuerda a un santo, hay ciertos elementos de su vida que deben ser resaltados, cosas que hacen que con el tiempo los identifiquemos con esos elementos, así por ejemplo, San Francisco de Asís es sinónimo de pobreza, Santo Tomás de Aquino sinónimo de ciencia católica fiel, San Francisco de Sales sinónimo de mansedumbre, etc. Santa Rita de Cascia no escapa a esta constante, y si quisiésemos identificarla con algo ejemplar de su vida, tal vez tendríamos que hacerlo con la perfecta conformidad de su voluntad a los deseos divinos.
Desde niña esta santa mostró una gran inclinación hacia las cosas de Dios, y ya en esa tierna edad el Señor le mostró que su deseo era que ella fuese religiosa. Mas no le aclaró inmediatamente que ese deseo no se realizaría hasta después de pasados muchos años. Es así que, habiendo ella decidido ser religiosa, sus padres arreglan que se case con un hombre llamado Pablo Fernando, quien no era exactamente un modelo de buen cristiano. Por el contrario, resultó ser una persona caprichosa y violenta (y sabemos que estas son dos de las características que más hacen sufrir a los que están cerca de estas personas). Sin embargo, Santa Rita aceptó este triste matrimonio como algo venido de la misma voluntad divina, y se santificó junto a este hombre tan poco virtuoso.
Para entender esta actitud de la Santa podríamos usar la siguiente imagen: Es como si hubiese decidido caminar sobre las pisadas de Dios fuera Él a donde fuera. Cuando uno camina por la arena, los pies quedan grabados en la arena. Santa Rita, en cada circunstancia que su vida le presentaba sabía mirar las pisadas divinas y se esforzaba por hacer que sus pies caminaran sobre las mismas huellas de Dios. Eso, ciertamente no es nada fácil, pues implica un renunciar a seguir otros miles de caminos posibles. También implica decidirse a continuar a pesar de la dificultad. Pensemos esto, si el que va adelante marcando las huellas es de paso corto, será cansador tener que multiplicar pasos, así también, si el que va adelante tiene tranco largo, será desgastante tener que estirarse de más para llegar a pisar justo en sus huellas. Esa es la sensación que podemos tener al caminar detrás de Cristo, por momentos nos puede parecer que podría avanzar más rápido y no lo hace, o por otro nos puede parecer que podría esperarnos respetando nuestro ritmo, y tampoco lo hace. Pues esos pensamientos son tentaciones, pues Dios da justo los pasos que necesitamos, ni muy largos ni muy cortos, sino exactos.
Con el paso del tiempo, naturalmente vinieron los frutos del matrimonio de Rita, naciendo hijos gemelos de la unión. Dios, por su parte, como premio a la obediencia a su voluntad de la Santa le concede la conversión de su esposo. Sin embargo, las secuelas de su vida pasada lo alcanzan y cae asesinado. Una vez más la pobre Rita debe bajar la cabeza y repetir al modo de la Santísima Virgen “hágase en mí según tu palabra”.
Los hijos de esta admirable mujer crecen sanos y fuertes, pero una idea empieza a manifestarse en ellos, es la sed de vengar la muerte de su padre. El corazón cristiano de esta madre tiembla ante esta posibilidad, por ello, una vez más se coloca frente al trono divino y hace un extraordinario pedido: “Señor, llévate a mis hijos, si es esa tu voluntad, pero no permitas que la sed de venganza manche sus almas y arruine sus vidas”. Y Dios la escuchó, muriendo prontamente ambos.
Siempre con una gran mirada de fe, Rita acepta la voluntad misteriosa del Señor, y queda viuda y sin hijos. Es entonces cuando los deseos del pasado vuelven a tomar cuerpo. Piensa una vez más en la vida religiosa, pero tendrá que afrontar grandes pruebas para llegar al convento en donde Dios la quería.
Con claridad entiende la santa que Dios la quiere monja, y es por eso que persevera solicitando ser admitida en tres ocasiones en el convento de las agustinas de Cascia, recibiendo siempre un no por respuesta. No obstante, la voluntad de quien la llama se manifestará esta vez de modo prodigioso para las monjas de ese convento en el hecho de que Rita es introducida en la casa religiosa de modo milagroso en una aparición en la que ve a San Juan Bautista, a San Agustín y a San Nicolás de Tolentino.
Cuarenta años vivirá esta viuda y madre de hijos muertos en el convento, profundizando cada vez más su deseo de hacer en todo la voluntad divina, lo cual, como siempre le pasó, le acarreó grandes penas y sufrimientos.
Su sed de hacer en todo lo que el Señor pidiera, unido al acto de fe que le hacía ver en los superiores al mismo Dios que mandaba, la llevó a obedecer sin protestas y con alegría, una orden aparentemente ridícula de su superiora, pues así hacen los santos, que le mandaba regar una rama seca cada día. Dios premió su fidelidad y nos dejó un ejemplo claro de cómo le agrada que obedezcamos así en el hecho de que la rama seca brotó.
Es conocido el milagro de la espina, por el cual la santa, luego de pedir a Dios que le conceda sufrir al menos algo del misterio de su Pasión, recibe en su frente una espina de la corona de espinas del Señor que se desprende del crucifijo frente al cual ella rezaba. Este portento, tan bello signo de amor para los siglos venideros, fue uno de los peores tormentos físicos de la santa, ya que el dolor desde ahí en más fue constante y cruel, agregándose el hecho de que la herida despedía un olor tan espantoso que las mismas monjas de la comunidad decidieron aislarla totalmente.
Fue tan sumisa en su vida a la voluntad de Dios, que llegado el momento final, Dios la premió sujetándose Él a sus deseos de moribunda. Es por esto que ante su anhelo de comer higos y tener rosas en pleno invierno el Señor permite que la higuera trabaje fuera de época dándole su precioso fruto a la débil enferma, y la corola de la rosa se abre para engalanar a la sierva del Señor. A su muerte un sublime aroma de rosas invadió la habitación de la que durante años había estado aislada por los malos olores de su frente, y las campanas de la iglesia repicaron solas de alegría, pues la que había seguido las pisadas de su Amado Dios había llegado a la morada eterna, Rita, por su obediencia perfecta a la voluntad divina, había entrado al Cielo.
Que ella, al igual que nuestra Madre la Virgen sean para nosotros estímulo a la hora de dejar que Dios nos marque el camino. Nos alcancen ambas la gracia de nunca cambiar los planes que el Señor ha trazado para nuestro bien, aunque nos parezcan misteriosos.
La agitación en la que voluntariamente se ha sumergido nuestro mundo de hoy es una de las señales más claras de que algo no anda bien. El ser humano puede ser trabajador, pero la laboriosidad no tiene que quitarle la humanidad. El frenesí en el que viven tantos hombres de nuestros días nos habla de algo que no marcha por buena senda, de una parte de nosotros que se ha desequilibrado.
El religioso de nuestros días, hijo como todo hombre de su tiempo, tiene que lidiar con este movimiento vertiginoso que atenta contra el mismo ser de su consagración. Hoy es el ruido constante de aparatos electrónicos, de actividades apostólicas, y de lazos innecesarios lo que lo aleja en muchas ocasiones de lo que el Señor en el Evangelio llamó “lo verdaderamente importante”.
Sin embargo, aunque el hombre se haya llenado de nuevas ocupaciones importantes o no, Dios no ha cambiado. Él se mantiene inalterable, siendo todavía hoy el Dios que habla desde el silencio. De tal manera que en sus elecciones diarias todo religioso debe enfrentarse a una que es medular para todas las otras, o Dios o el torbellino de nada.
El Cardenal Robert Sarah, un apóstol de las verdades esenciales, en su magnífico libro “La fuerza del silencio” dice que « El silencio no es una ausencia; al contrario: se trata de la manifestación de una presencia, la presencia más intensa que existe. El descrédito que la sociedad moderna atribuye al silencio es el síntoma de una enfermedad grave e inquietante. En esta vida lo verdaderamente importante ocurre en silencio. La sangre corre por nuestras venas sin hacer ruido, y solo en el silencio somos capaces de escuchar los latidos del corazón»[1]. Y más adelante dirá: « El claustro materializa la fuga mundi, la huida del mundo para encontrar la soledad y el silencio. Representa el fin del tumulto, de la luz artificial, de las tristes drogas que son el ruido y la codicia de poseer cada vez más bienes, para mirar al cielo. El hombre que entra en un monasterio busca el silencio para encontrar a Dios»[2]; cosa que evidentemente se aplica a todo tipo de religioso, no sólo a los monjes.
Son estas verdades las que nos tienen que llevar a vivir manteniendo encendida la luz de alerta, pues el ambiente en el que como religiosos debemos estar insertos atacará lo esencial de nuestra consagración, que es el ser “lo hombres de Dios”. Cuidemos este don sagrado del “retiro o silencio religioso”, pues es el medio que nos conduce a Dios. No olvidemos que el fin de nuestra consagración es encontrar a Dios.
Es por todo esto que concluimos esta breve reflexión con un consejo tomado de aquel libro generador de santos llamado “Imitación de Cristo”: «Busca tiempos aptos para examinarte y piensa con frecuencia en los beneficios de Dios. Deja las curiosidades. Medita aquellos temas que te den compunción más que ocupación. Hallarás tiempo suficiente y oportuno para dedicarte a buenas meditaciones si te apartas de las charlas superfluas, de las pérdidas de tiempo, y del oír novedades y murmuraciones. Los santos evitaban en lo posible estar entre la gente y elegían servir a Dios en secreto»[3].
[1] Robert Sarah, La fuerza del silencio, Palabra, Madrid 2017, pág. 30.
[2] Idem, pág. 81.
[3] Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, San Pablo, Buenos Aires 2007, pág. 49.
Celebramos ya en este día la Misa de la Vigilia de los Príncipes de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo. Son ellos las cabezas de la Iglesia, las columnas. De hecho su nombre de príncipes significa eso: gente de principios, los primeros y también los principales.
El Evangelio de este día nos daba en la figura de San Pedro la clave de interpretación de estas dos vidas entregadas absolutamente en todo al servicio del Señor Jesús.
La triple pregunta de Cristo sobre el amor de Pedro encuentra una segura y humilde respuesta. Ya no es la respuesta segura y soberbia del Pedro de antes de la Pasión. Sino una respuesta firme, pero humilde. Como quien dice: “te amo, y quiero servirte en todo y hasta el final, aunque tengo bien en claro lo débil que soy.
Es el amor lo que nos permitirá entender a estos hombres. Ellos se han convertido en estrellas refulgentes para la Iglesia, cosa que brota de un amor ardiente a su Maestro. Así los que tan diferentes se mostraron en su vida se vieron unidos por un común amor. Pedro era de cuna humilde, de la despreciada Galilea, ciudad de incultos. Pablo era de buen pasar, de la esplendente Tarso, cuna de la cultura en su zona. Pedro estuvo con el Mesías el tiempo de su vida en la tierra, Pablo lo conoció sólo por la predicación de Esteban y Ananías. Pedro fue en su primera época un hombre impulsivo pero falluto, Pablo siempre buscó servir a Dios, aun cuando perseguía a los seguidores de Jesucristo. Pero, más allá de tantas diferencias, el común amor a Cristo los constituyó en jefes de la naciente Iglesia: uno en cuanto cabeza de la misma, otro en cuanto instrumento elegido por Dios para llevar la buena nueva a los gentiles.
Tanto se habla de amor en nuestros días a la vez que ese amor brilla por su real ausencia. Pedro entendió lo que significaba amar a alguien, y amó con todas sus fuerzas. Pablo, el hombre que no sabía de otra cosa que de amores apasionados al encontrar el amor de Dios permitió que ese amor lo desgarrase.
Tuvieron un amor auténtico, ese amor del que no se habla, sino que simplemente se lo vive. Ese amor que crea fuerzas para afrontar lo que venga, sin importar qué sea. Ese amor al que viéndolo de lejos se le teme, pues te hará sufrir necesariamente.
Basta mirar por arriba un poco sus vidas. Fueron hombres perseguidos, despreciados por su amor. Y ellos, en vez de acobardarse y dejar a su amado, más se fortalecían de día en día. A tal punto llegó ese amor que Pedro luego de ser azotado salía contento de haber sido hallado digno de sufrir algo por Cristo, y Pablo, no encontraba más gloria que en sus sufrimientos, en ser tenido, como él mismo decía, como desecho del mundo.
No podemos menos que admirarnos de amores tan apasionados. Amores verdaderos. Amores sin placeres. Amores de desgarramiento, ya que todo lo dieron por Cristo, todo: su fama, su salud, sus familias, su patria, su integridad física.
No cabía en sus cabezas otra cosa que el llegar a Cristo, poseerlo por la eternidad. Y corrían detrás de Él aun cuando Él aparentemente los hacía sufrir. Fueron hombres íntegros, sin doblez, enamorados, celosos de su Dios. A cada paso perdían algo, pero ellos se alegraban porque sabían que el premio del que todo lo deja por Cristo es la misma eternidad.
Un día Pedro arreglaba las redes de pesca en su barca, y lo invitaron a dejarlo todo por el Señor al que tanto el pueblo había esperado. Pedro no dudó. Pedro lo dejó todo por Cristo. Como se dice, quemó su barca para no tener ni siquiera la tentación de mirar atrás.
Pablo era un celoso de la gloria de Dios, y por ese celo galopaba hacia Damasco. Pero no se esperaba que Aquel a quien iba persiguiendo terminara capturándolo a Él. Cristo lo llamó, y él no se hizo rogar. Todo lo dejó Pablo por Cristo.
Son estos hombres ejemplos preclaros para aquellos que están en edad de elegir qué camino tomar. Pues no esperaron un segundo, vieron que era lo mejor y corrieron detrás de eso en una carrera que les duró toda la vida.
Son tan grandes sus ejemplos que hasta aparece la tentación de decir: “así se amaba antes”. Pero es una tentación, porque así también se debe amar ahora. Cristo sigue invitando. Él llama a cada corazón. Y a la mayoría los llama a un seguimiento total, como el de Pedro y Pablo, el problema es que la mayoría no sabe amar, y por ello tampoco sabe responder al Señor.
Hay tantos chicos y chicas que se preguntan una y otra vez por la vocación, creyendo que siendo algo muy sagrado tienen que tener una segura confirmación de ella. Pero no es así. La pregunta a la vocación en realidad es la siguiente: ¿cuánto estás dispuesto a dar por Cristo? Si tu amor es como el de Pedro y Pablo lo darás todo, y correrás detrás de Él aun cuando tengas que sufrir mucho por eso. Las almas grandes no se acobardarán ante tal invitación, y con sed de Dios, como los príncipes de los Apóstoles, lo dejarán todo, quemarán sus barcas y su ser, y vivirán una gran aventura que les durará toda la vida. Esa aventura se llama amor.
La Virgen María, quien se complacía viendo la creciente entrega que los Apóstoles hacían a Cristo pueda también complacerse de nuestra entrega. Dios quiera y ella interceda para que sea total.
“El que anda murmurando divulga secretos, no te juntes con gente chismosa” (Prov. 20,19)
Tal vez uno de los enemigos más grandes y destructivos dentro de la Iglesia de Jesucristo son los pecados de la lengua.
Muchos cristianos caen en este mal que conduce a malos puertos. Y, lamentablemente, tenemos que decir que también estas prácticas son uno de los cánceres de la vida religiosa.
El Apóstol Santiago nos dice: “Si alguno no cae al hablar, ése es un hombre perfecto, capaz de refrenar todo su cuerpo[1]”. De modo que podemos decir que pone en las antípodas los pecados de la lengua a la verdadera vida de santidad.
Nosotros, cuando nos hicimos religiosos tomamos la decisión de renunciar a muchas cosas; y en algunos casos se abandonaron cosas realmente grandes. Era la voluntad de Dios, la cual fue seguida con alegría y sacrificio.
Sin embargo, el demonio, enemigo mortal de nuestra humana naturaleza, no podía quedarse con los brazos cruzados, y buscó medios para que fuéramos perdiendo el centro. Así es que luego de aparecer a nuestra vista los defectos del prójimo, que puede ser mi compañero, súbdito o superior, procuró que esos defectos se mostraran más grandes de lo que realmente eran, y por detenernos en un árbol quedó oculto a nuestros ojos el bosque que silencioso crecía.
Nunca estará de más recordar que Dios detesta el chisme y la murmuración, y en la biblia hay grandes juicios y consecuencias para estos males. Citemos simplemente algunos pasajes:
Sabemos que la murmuración y el chisme le quitan el lugar a la evangelización. Pues donde se habla de los hombres y de sus defectos no hay lugar para el mensaje de Cristo en toda su plenitud.
Es por esto, que en medio de estas ideas tal vez un poco desordenadas, es bueno recordar que vinimos a seguir a Jesucristo, y no a escandalizarnos de las obras de los otros. Incluso cuando nos tocase vivir entre religiosos que no se preocupan de su consagración no por eso debemos dejar de hacer lo que nos corresponde, que es nuestra propia santificación.
El religioso ignorante de los sucesos de su entorno, pero aplicado a su vida interior está ciertamente mucho más cerca del cielo que el metiche, quien sabe mucho, pero le sirve poco. Recordemos a San Ignacio: “No el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas interiormente[2]”.
De aquí que es bueno tomar la costumbre de evadir chismes y murmuraciones, y al que las hace evitarlo como al mismo demonio. Pues no somos ignorantes de que en la misma Iglesia hay mucho mal, incluso cosas sumamente escandalosas, pero no es por eso por lo que vinimos a la vida religiosa, sino para configurarnos perfectamente con Jesucristo, y mediante eso ganarnos el cielo. De tal modo que la pregunta que debemos formularnos al saber algo real, probable o falso de otro es: ¿esto afecta a mi consagración? ¿Me impide ofrecerme a Dios como holocausto? Si la respuesta es no, dejar ese comentario allí como quien deja de camino la tierra del suelo que se pisa.
La Iglesia de Jesucristo no se propaga mediante la destrucción de otros, sino predicando el mensaje de salvación traído por el Maestro, es decir construyendo. ¡Seamos iglesia, rechacemos la maledicencia y dediquémonos a construir!
El demonio se ve más humillado cuando sus planes son rechazados y dejados de lado que cuando uno se asusta y escandaliza.
Que habrá cosas malas en la Iglesia, las habrá, pues lamentablemente los hombres fallamos mucho, pero eso no detendrá a la Iglesia. Quienes se quieran quedar en lo malo se secarán y serán cortados, como sucede con toda rama seca; los que no, crecerán, darán hojas, flores y frutos. Ellos acrecerán el cuerpo místico de Jesús.
Podemos terminar citando la Imitación de Cristo: “Hijo, no seas curioso, ni tengas preocupaciones inútiles, ¿qué te importa esto o aquello? TÚ SÍGUEME”[3].
[1] Sant. 3,2.
[2] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, anotación 2.
[3] Kempis, Imitación de Cristo, libro tercero, capítulo 24.
Con una bocanada de espeso incienso,
embebiendo el ambiente en dulce perfume de rosas,
se eleva al cielo, lenta y graciosa,
la entrega total que hace el religioso.
La profesión religiosa es el mayor acto de libertad posible después del martirio, pues uno por deseo propio, usando la mayor de sus potencias, y en ella subordinadas todas las otras, se entrega a Dios, su Señor, alcanzando con esto, si la entrega es radical, el perfeccionamiento óptimo de sus potencias, lo cual representa la realización de la voluntad sublime de su Señor.
Hemos sido hechos para Dios, ¿y qué mejor modo de cumplir este precioso fin que el arrojarse en sus manos?, como el cordero que mansamente se acerca a las manos de su pastor, para ser llevado por Él a la perdida presencia de su madre. Pues es Él quien dirige nuestra barca a la patria celeste, que se encuentra allá, a lo lejos, después de las agitadas aguas de este mundo.
¡Somos religiosos, es decir, creaturas libres, en las manos de Dios por nuestra propia voluntad, nos hemos introducido en la senda angosta, que puede ser incómoda por momentos, pero que conduce directamente al Reino esperado!
¡Somos religiosos, mas no cualquier tipo de religiosos, pues nuestra esencia es ser los pobres, los castos y los obedientes del Verbo Encarnado, lo cual habla de una impronta, de algo que nos distingue, pues en el rebaño de Dios hay muchas ovejas, pero no todas son iguales!
¡Somos religiosos y por tanto ovejas que han comprometido todas sus fuerzas, hasta la última, a ejemplo de Cristo que todas las ofreció a Dios, incluso la postrera cuando parándose en el clavo que sujetaba sus pies al madero gritó: “En tus manos encomiendo mi espíritu”!
Somos ovejas que han comprometido todas sus fuerzas, pero no para cualquier cosa, sino para no ser esquivos a la aventura misionera, a la posibilidad de ser injuriados, despreciados, insultados, maltratados y hasta matados después de crueles tormentos de años. Para no ser esquivos a inculturar el evangelio en la diversidad de las culturas, pues no nos puede frenar la distinción de lenguas, si vamos con el Dios que creó esa distinción en Babel; ni la distinción de razas si llevamos la gracia que a todos nos hermana en Cristo, ni la condición social, si el Señor nos ha hecho todo en todos. Para prolongar la Encarnación del Verbo en todo hombre, todo el hombre y todas las manifestaciones del hombre, pues Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, comunicándonos su vida, ya que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia, y como sobreabunda debemos compartirla con aquellos que aún no han tenido la misma suerte que nosotros, dado que si gratis hemos recibido, gratis debemos dar, y si por nosotros Cristo ha muerto, por los demás también nosotros tenemos que morir, pues el prójimo se identifica misteriosamente con Cristo. Para asumir todo lo auténticamente humano y elevarlo al plano sobrenatural y eterno. Para ser como otra humanidad de Cristo, de modo que en nuestro obrar y ser diario los demás lo encuentren a Él, pues no hemos venido a ser piedra angular, sino los brazos del edificio que lo señalan, de manera que viéndonos los hombres lo vean, y después se olviden de nosotros, pues sólo de Él es la gloria y el poder, pues sólo Él merece toda alabanza y fruto, por lo que nos conceda la gracia de no ver ese fruto, para no envanecernos creyendo que hacemos mucho, sin que nos conformemos con el lugar que nos corresponde, que es el de esclavos de amor, pues amor con amor se paga, y humildad del que es más alto con sometimiento del que es más bajo. Por todo esto fecundemos este mundo con la gracia de Dios, haciendo que el Verbo que ya se hizo carne y habitó entre nosotros habite también entre ellos, para que todos seamos verdaderos hombres con un único y vivo Señor, Jesucristo, la Sabiduría eterna y Encarnada.
La vida religiosa en la Iglesia brilla por determinados elementos que son claves de la misma. Podemos nombrar, por ejemplo, la vida de oración, el trabajo apostólico, la vida comunitaria, la formación, la práctica de los votos.
En esta ocasión quisiera detenerme en una creatura que ha irrumpido en la vida de los hombres hace pocos años ganándose un espacio importante en el caminar de cada día. Una creatura que ha logrado ganarse en la mayoría de las personas un papel de necesaria, y que por ello, también ha ingresado en las comunidades religiosas. No hablo de otra cosa que del celular.
Hay ocasiones en la vida en las que uno quiere reflexionar... Es como si los mismos sentimientos que se estorban por salir desde lo más secreto del corazón anhelaran escapar… El problema de estas explosiones es el desorden lógico que conllevan.
Posiblemente muchos al leer estas líneas queden perplejos por el tema abordado, y hasta consideren una soberana pérdida de tiempo cada uno de los presentes renglones. Y tal vez tengan razón…