En un discurso dirigido a los participantes en la sesión plenaria de la Sagrada Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, el Papa Juan Pablo II decía lo siguiente:
“Me es grato confirmaros, ante todo, mi convencido aprecio por lo que representa el carisma específico de la vida religiosa en el conjunto del Cuerpo místico. Constituye en la Iglesia una gran riqueza: sin las Ordenes religiosas, sin la vida consagrada, la Iglesia no sería plenamente ella misma. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos permite a quienes han recibido este don especial conformarse más profundamente a esa vida de castidad, de pobreza y de obediencia que Cristo eligió para sí y que María, Madre suya y Madre de la Iglesia, abrazó (cf. Evangelica testificatio, 2), como modelo típico para la Iglesia misma. Al mismo tiempo, esta profesión constituye un testimonio privilegiado de la búsqueda constante de Dios y de la dedicación absoluta al crecimiento del reino, al que Cristo invita a los que creen en El (cf. Mt 6, 33). Sin este signo concreto, la ‘sal’ de la fe correría el peligro de diluirse en un mundo en vías de secularización, como es el actual (cf. Evangelica testificatio, 3)”[1].
Con estas palabras, el Santo Papa definía la vida religiosa como un “don” que viene de Dios, pero también como un “testimonio” nuestro en respuesta a ese don.