El día de nuestra profesión religiosa entregamos nuestras vidas como ofrenda agradable al Padre para consagrarlas completamente a su servicio, convirtiéndose desde aquel instante en oblación y víctima de suave aroma que sube hasta el cielo y perfuma eternidad… ¿Cómo describir esta siempre misteriosa y maravillosa consagración?; se me ocurre una figura tan profunda y tan significativa que no bastaría la brevedad de una página para describirla, pero en atención a la situación trataré de expresarme sucintamente.
La profesión de los votos me hace evocar inmediatamente aquella pequeña gota de agua que cada día, cada uno de nosotros, pone en el cáliz al prepararlo para que, dentro de unos instantes, pueda contener la siempre copiosa Sangre de Cristo, que no cesa de fluir hasta el fin de los tiempos en busca de las almas que desea empapar junto con ella de su infinita misericordia. Aquella pequeña gota se une como la humanidad al santo sacrificio, a una sangre que clama mejor que la de Abel en favor de los hombres, a una sangre divina que ha venido a desposarse con la naturaleza humana para redimirla… la profesión de los votos nos hace de algún modo mezclarnos con la Sangre Redentora que fluye desde el madero hacia las almas.
Como la gota en el cáliz los sagrados votos nos hacen adentrarnos de tal manera en el designio divino que nos hacemos indisolublemente uno con la voluntad divina manifestada en el fiel cumplimiento de nuestras constituciones… al menos para eso los profesamos; la diferencia es que en el cáliz la pequeña gota una vez mezclada no puede salir más, en el religioso en cambio, sí, cada vez que su voluntad quiera arrebatarle a Dios sus derechos, pues conserva su libertad… pero no profesamos para eso sino para dejarnos confundir con la voluntad divina haciendo de la nuestra una sola con ella… entregar el alma a Dios ya en esta vida, eso son los votos, he aquí el gran don que se nos ha hecho.
Fue el mismo Dios quien tomó en sus manos nuestra entrega: Dios aceptó nuestro holocausto, Dios nos impregnó de su misericordia, Dios nos envía a combatir a cada uno desde un lugar estratégico en su iglesia… será distinto, será variado, será lejano, pero siempre será “nuestro lugar de combate”: a veces desde los ambones, otras a los pies del sagrario, algunas desde los confesionarios, otras en la penumbra de la noche o a la débil luz del alba con un rosario entre las manos, quién sabe, Dios sabe… donde sea y como sea, la pequeña gota en el cáliz estará mezclada con la sangre del Verbo eterno que aceptó gustoso nuestra entrega para llevarla Él mismo a buen término. La obra siempre es suya, nosotros sólo tenemos dos alternativas: contribuir con nuestra docilidad u obstaculizar con nuestra infidelidad.
María santísima sea el timón de nuestra barca y la Cruz el cáliz precioso que contenga la sangre del Cordero junto con la pequeña gota de nuestra profesión, que se ha dejado verter para nunca jamás separarse de ella.
Jason Jorquera M.
“Toda la vida de los religiosos debe ordenarse a la contemplación[1]
como elemento constitutivo de la perfección cristiana;
sin embargo, “…es necesario que algunos fieles expresen
esta nota contemplativa de la Iglesia viviendo de modo peculiar,
recogiéndose realmente en la soledad…”[2].
Ésta ha sido la misión de los monjes,
quienes fueron y siguen siendo testigos de lo trascendente,
pues proclaman con su vocación y género de vida
que Dios es todo y que debe ser todo en todos[3].”
Directorio de Vida Contemplativa
La vida contemplativa, al igual que cualquier otro estado de consagración, siempre guardará un aspecto de misterio. Y es que nunca se podrá explicar totalmente con palabras humanas aquel binomio divino-humano entre el “llamado de Dios” y el correspondiente “sí” de un alma a este estilo de vida del todo particular, cuya riqueza absoluta ha de ser el mismo Dios, a quien el monje dedica toda su existencia como “adelantándose” a la contemplación perenne del Paraíso celeste, aunque con las necesarias cruces de nuestra actual condición de viadores, las cuales abraza por amor al Crucificado que ha decidido seguir de cerca.
Cuando hablamos de vida monástica, necesariamente hablamos de oración, pero también de silencio, soledad y muerte, todo lo cual tiene un profundo sentido espiritual que va como marcando el ritmo mismo de la oración, a la vez que de ella se nutre para poder profundizar así la unión con el Creador. Me explico: para rezar se necesita del silencio exterior en lo posible, pero siempre buscando el imprescindible silencio interior que permitirá al alma oír mejor la voz del Todopoderoso que lo invita a dialogar con Él; y lo mismo se diga respecto a la soledad, entendida como apartamiento de las disipaciones para tratar a solas con Dios, la cual también contribuye y se beneficia de la oración. Y finalmente la muerte, pero ¿qué muerte?, pues –llamémosla- una “muerte vívida”, es decir, activa, batalladora; en lenguaje espiritual un continuo morir a sí mismo, al egoísmo, el amor propio, a los defectos, al pecado, etc., lo cual es una condición necesaria para progresar en dicha contemplación con Dios.
Morir, entonces, al mundo para vivir en soledad con Dios ha de ser la impronta propia del monje, que quiere imitar al Cristo orante, modelo perfecto del contemplativo; y que busca identificarse con las palabras que escribiera el apóstol de los gentiles: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios.”
Porque habéis muerto…
No hablamos aquí, obviamente, de la separación del cuerpo y el alma, sino de una nueva y amorosa disposición del alma que se entrega a Dios en la vida monástica para dar origen a un “nuevo existir”, es decir, como a un nuevo ser transformado a la luz de la gracia divina, fruto de la constante renuncia a sí mismo que ha de regir toda la ascesis del monje; porque la renuncia –que es este “morir”- implica el ineludible combate por sepultar al hombre viejo, al del mundo, para que el hombre nuevo, el que tiene sed de estar a solas con Dios, para contemplarlo e interceder ante Él por la humanidad entera, pueda comenzar a vivir libre de las ataduras del mundo, del cual ha huido considerándose como muerto para él para refugiarse así sólo en Dios. Y esta es la razón de que la vida contemplativa sea equiparada a la gloriosa muerte que implica el martirio: “Los mártires nacen al morir, su fin significa el principio; al matarlos se les dio la vida, y ahora brillan en el cielo, cuando se pensaba haberlos suprimido en la tierra”[4]. De la misma manera el monje, que renunció a su vida en el mundo para consagrarse a Dios, vive en sí mismo una especie de martirio que le anticipa la gloria reservada a los que dieron la propia sangre en valiente testimonio Cordero de Dios, que vino a ofrecer su vida por los pecadores; con la esperanza de alcanzar mediante esta entrega la vida perenne prometida a aquellos que lo dejaron todo por seguir al Salvador desde cerca, animados por la confianza inquebrantable de la que hablaba san Basilio: “…el único motivo de esperanza consiste en hacer morir todo lo tuyo y buscar la vida futura en Cristo”[5]; y aplicándose, a la vez, las exhortativas palabras de san Pablo: “…porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si con el espíritu hacéis morir las obras o pasiones de la carne, viviréis, siendo cierto que los que se rigen por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.”[6]
Obviamente que el “morir al espíritu del mundo” para dejarse guiar por el Espíritu de Dios[7] no implica la ausencia de las tentaciones, de las dificultades, en definitiva de la cruz; ya que la ascesis del monje es un trabajo de toda la vida, puesto que dondequiera que vaya llevará siempre consigo la naturaleza herida por el pecado, como cualquier otro hombre, pero gracias a su muerte-renuncia mucho más radical al espíritu mundano, se arroga para sí el premio de “la parte mejor” que eligió María y que, al igual que ella, no le ha de ser quitada[8], porque a imitación de su arquetipo sublime, Jesucristo, ha elegido libremente entregar a Dios su vida para servirlo en la rica soledad del monasterio: “Nadie me la quita (la vida); yo la doy voluntariamente” (Jn 10,18). Y esa es justamente la actitud del consagrado, y en este caso del monje, entregarse, darse libremente en servicio de aquel que lo amó primero[9] para dedicarse a contemplarlo y buscar configurarse con aquel Cristo orante que pasaba las noches en oración ante el Padre[10], aquel Cristo de Getsemaní que rogaba al Padre que se realizara en Él su voluntad[11], aquel Jesús de Nazaret que permaneció 30 años en el arcano de la casa de José y María preparando la misión que su Padre le había encomendado; en fin, aquel Jesucristo, Hijo del Dios Altísimo, que en su infinita misericordia decidió quedarse con los hombres después de su bendita ascensión, hecho sacramento en el silencio del sagrario.
El monje además ha muerto al mundo para fructificar para el cielo, porque si el grano de trigo muere (entonces, y sólo entonces) da mucho fruto[12] y lo hace porque su muerte es voluntaria, es decir, aceptada al momento decirle sí al llamado de Dios. El contemplativo vive, en definitiva, “una vida que es muerte y una muerte que da vida” pues la ha puesto totalmente en manos de aquel que lo llamó, tal como afirma nuestro Directorio: “Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje…”[13].
… y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios
Vivir “escondido junto a Dios”, quiere decir apartado del mundo para dedicarse a estar en lo posible, como hemos dicho antes, a solas con Él; es decir, refugiado en la oración porque nada puede hacerse sin la vida de oración. Un alma no puede llegar a la cima de la santidad si no ora. Dios no puede penetrar en el alma, si nosotros no tratamos de buscarlo (San Alberto Hurtado). Y el contemplativo ha de buscarlo durante toda su vida, siguiendo aquello de Dom Columba Marmion: “Buscar a Dios es permanecer unidos a Él por la fe, adherirnos a Él como objeto de nuestro amor. Ahora bien: es evidente que esta unión admite una variedad infinita de grados. Dios está presente en todas partes dice san Ambrosio, pero está más próximo a aquellos que le aman, estando en cambio alejado de aquellos que no le sirven.
Cuando ya hemos encontrado a Dios podemos continuar aun buscándole, es decir, podemos buscarle más intensamente, acercarnos a Él por una fe más ardiente, por una caridad más exquisita, por una fidelidad más exacta en el cumplimiento de su voluntad: he aquí por qué podemos y debemos siempre buscar a Dios, hasta tanto que nos sea dado contemplarlo de una manera inamisible en todo el esplendor de su majestad, rodeado de luz eterna. Si no alcanzamos este fin, arrastraremos una vida inútil.”[14]
Cuando dos personas que se aman están a solas experimentan gran alegría y deseos de permanecer juntos; es lo que pasa con los amigos, los esposos o los hermanos: quieren estar con aquel que aman y el sólo hecho de hacerlo les alegra el corazón. En el contemplativo esta dicha tiene que ser siempre sobrenatural: pese a las arideces, pese a las dificultades, pese a nuestras limitaciones Dios siempre está con nosotros, ¿cómo va a abandonar a quien lo dejó todo para estar con Él?; y más aún, este “estar con Dios” se va realizando en el alma misma, que es el lugar de encuentro con el Dios que suscitó en el monje el deseo de estar oculto con Él para buscar su gloria mediante la vida de oración y ocupar en la santa Iglesia el lugar que le corresponde: interceder por ella mediante oraciones y sacrificios: “El alma que le quiere encontrar ha de salir de todas las cosas con la afición y la voluntad, y entrar dentro de sí misma con sumo recogimiento. Las cosas han de ser para ella como si no existiesen. San Agustín habla con Dios en los Soliloquios y le dice: «No te hallaba, Señor, por fuera, porque mal te buscaba fuera, pues estabas dentro». Dios, pues, está escondido en el alma y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo, diciendo: ¿A dónde te escondiste? ”.[15]
El monje debe vivir oculto con Cristo en Dios, no porque quiera estar lejos de los hombres, no por estar harto del ruido, no porque sea un egoísta que intenta tener a Dios sólo para sí, nada de eso, simplemente lo hace porque así lo exige su vocación, o mejor dicho, porque en esto consiste su vocación: “Su finalidad será vivir sólo para Dios, […] “porque es más precioso delante de él y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas obras (exteriores) juntas”[16]. Por tanto que todos los actos de su vida suban al Señor en suave olor de santidad, quemándose como el incienso en adoración al solo Santo, en acción de gracias por tanto bien recibido, “en todo amando y reconociendo.”[17]”[18]
[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Contra impugnantes Dei cultum et religionem, cap. II, n 20,Ed. Marietti, Turín, 1972, p. 11.
[4] San Pedro Crisólogo, sermón 108
[5] San Basilio, Homilía 20
[6] Rom 8,13-14
[7] Cfr. 1 Cor 2,12; Rom 8,1,; 2Cor 4,4; 1 Jn 4,5; etc.
[8] Cfr. Lc 10, 38-42
[9] Referencia a 1Jn 4,19
[10] Cfr. Lc 5,16
[11] Cfr. Mt. 26,36-46; Mc 14,32-42
[12] Jn 12,24
[13] Directorio de vida contemplativa, nº10
[14] Dom Columba Marmion, Jesucristo ideal del monje
[15] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, I, 6).
[16] San Juan de la Cruz, Cántico, 29, 1.
[17] EE [233]: “Interno conocimiento de todo bien recibido, para que enteramente reconociendo yo pueda amar y servir en todo a su Divina Majestad”.
[18] Directorio de Vida Contemplativa nº9
Esta sencilla reflexión surgió, efectivamente, a partir de un reflejo silencioso. Al referirme así, me parece mejor para ir desglosando paulatinamente el significado que tal impresión tiene para mí.
El reflejo silencioso no es nada extraño al sacerdote, al contrario, le resulta tan familiar como dar la bendición con el santísimo sacramento puesto en la custodia. Es justamente ahí, en el vidrio de la custodia que protege la Hostia Consagrada, que se produce este maravilloso reflejo silencioso en que el sacerdote puede verse impreso a la vez que observa atentamente a través del diáfano cristal al mismo Verbo Eterno convertido en sacramento.
Bien digo que este reflejo silencioso sea “maravilloso”, pues de alguna manera podemos decir que el sacerdote se ve reflejado en la misma hostia que han consagrado sus manos, que le ha dado todo el sentido a su existencia y que es el alma de su sacerdocio pues sin Eucaristía no habría sacerdocio…ni viceversa.